por Arnold Coss
Volvió a tomar nuevamente su heredado rosario de plata con baños de oro y lo introdujo en el bolsillo de su impecable saco de hilo blanco. Había llegado justo a tiempo y antes de seguir a su madre y a su abuela por el interminable pasillo de la iglesia para dirigirse como siempre a los primeros bancos, Eugenia echó una ultima mirada a la plaza que se extendía frente a ella. Es la misma plaza Constitución, que durante años nos sirvió de asilo antes de ingresar a la ya desaparecida escuela de Comercio, Celestino Marcó.
Su madre la chistó y con una mueca, le hizo
entender que se apurara para sentarse antes de la ultima campanada que
anunciaba el inminente comienzo de la tradicional misa de los domingos a las
ocho. Eugenia por supuesto obedeció y con un suave andar se dirigió a
sentarse, como siempre en la segunda fila y por supuesto como siempre a la
derecha de su madre. Mientras avanzaba, alcanzó a divisar que más allá de la
montaña de pelo marrón que tenia su madre, había otra montaña similar pero de pelo
gris. Eugenia sabía que allí estaba su abuela. Ambas mujeres supieron usar un
rubio poco discreto durante muchos años hasta que por algún motivo y al mismo
tiempo tomaron la decisión de que la naturaleza actuara por su cuenta. Las dos llevaban
debajo de los imponentes tapados de piel,
unos elegantes vestidos comprados en la capital y escogidos únicamente
para lucirlos en la iglesia. El placer
de desfilar por el pasillo central hasta el altar, era indescriptible
para ellas. Con la frente en alto y mirando fijamente al Cristo en su cruz que
brillaba de un modo particular a esa hora de la tarde, Eugenia se alisó los
pliegues de su falda y se desabrochó la chaqueta. Su madre la observaba con ojo
inquisidor por si hacía algo indebido en la casa del Señor.
Cuando la mirada de Antonia se apartó de su hija,
ésta suspiró y entrelazó las manos. Miró el reloj y vio que quedaban quince
minutos para que sus amigos se encontraran frente a esa misma iglesia para ir
juntos al cine. Quince eternos y difíciles minutos, donde cada uno de ellos,
sería como un puñal entrando en su pecho. Eugenia, les
había prometido a sus amigos que iría, pero no había contado con la visita
mensual de su abuela Emilia y su consecuente e inevitable viaje a cumplir con la
misa dominical. Por eso, se había visto obligada a avisarles de alguna manera,
cancelando su asistencia. Su madre estaría orgullosa de ella. Siempre lo
estaba. Al menos delante de la gente. Cuando estaban en casa, Antonia no le prestaba
mucha atención sencillamente porque suponía que entre las cuatro paredes de su
casa su hija estaba protegida.
Físicamente, Eugenia no se parecía ni a su madre ni
a su abuela, que parecían copias exactas aún con varios años de diferencia.
Ella tenía el pelo moreno y ondulado, como su padre. Aunque sus ojos marrones
se aproximaban a los de ellas, el entorno de sus pobladas cejas, le daban una
frescura en el rostro, que sus antecesoras jamás alcanzaron. La figura de Eugenia
era mucho más esbelta y proporcionada además, ella tenía curvas, característica
que no compartía ni con su madre, ni tampoco con su abuela. Antonia tenía un
cuerpo delgado y alto que nunca había conseguido domar. Era guapa, pero no
bella. No al menos como Eugenia. La chica tenía una belleza dulce y brillante,
la chispa de su mirada aún no encendía corazones, pero todos sabíamos que ya lo
haría, y el día que eso ocurriese, sin dudas no pasaría inadvertido. Su piel
blanca y el cuerpo plenamente desarrollado completaban un combo de armonía.
Mirar a Antonia tendía a imaginársela como dos palos con abrigo de piel, seria
y rígida. Mirar a Eugenia era placentero y emocionante.
Emilia se puso de pie en cuanto percibió la llegada
del cura y estiró su cabeza todo lo que pudo para destacarse entre sus
compañeras de banco, lo que le dio más aspecto de palo. Antonia y Eugenia
siguieron su gesto y se pusieron en pie. Eugenia miró a las dos mujeres que la
acompañaban mientras repetían palabras que se sabían de memoria sospechando que
quizás ni siquiera reparaban en su significado. Después, se volvieron a sentar.
Ninguna de las dos la miró en el resto de la ceremonia. La joven iba alternando
miradas de una a otra y las comparaba con el resto de mujeres que había allí.
Se veían pocas adolescentes de su edad, pero las
que había parecían estar concentradas en lo que estaban haciendo. Giró la mitad
de su cuerpo y dirigió su mirada hacia la luz que se colaba por debajo de la
gran puerta de madera, pero un pellizco de su madre la hizo volver la mirada al
frente.
Antonia no la retó, sino que siguió concentrada con
la frente alta y sus ojos puestos en el majestuoso altar. Mientras Eugenia se
frotaba la zona dolorida del brazo se puso a pensar en su madre cuando no
estaba en la iglesia. No le sorprendió descubrir una Antonia muy diferente a la
que se encontraba allí, pendiente de sus movimientos, y con la sospecha de
creer que seguramente estaba fingiendo que atendía las palabras del cura. Nunca
la había visto agarrar la Biblia, incluso no sabía si tenían una en la casa, pero
era probable, porque todas las habitaciones estaban plagadas de estampas
religiosas y cuadros enormes de Vírgenes y Cristos en su cruz. Todas menos el
dormitorio principal donde ella dormía y por supuesto nadie ingresaba. Tampoco
la había oído rezar. Ni siquiera sentía que aquella mujer fuera cristiana. Es
como si su madre solo acudiese a misa para exhibirse los domingos ante los
vecinos y para exhibirla a ella también. ¿Pero entonces? ¿Creía su madre en lo
que hacía allí los domingos? Eugenia cerró los ojos y frunció el ceño mientras
continuaba sin separar sus manos entrelazadas. Poco a poco, descubrió que ella
no estaba pendiente de las palabras que se estaban leyendo en el atril, sino
que observaba con descaro a la gente que estaba en la misa. Movía los ojos con
rapidez de un lado a otro, pero sin dejar de repetir como un loro las palabras
que todos pronunciaba.
Cansada y aburrida, agachó la cabeza y miró sus
pies. ¡Ella estaba dispuesta a sacrificar las tardes de los domingos si eso era
importante para su madre? Entendía, a sus dieciséis años, que la fe en la
religión era regocijo para mucha gente, pero para su madre sólo parecía ser un
entretenimiento. Sintió que Antonia se estaba riendo de toda la gente que
estaba allí por verdadera devoción. Incluso sintió que se reía de ella misma al
tratarla como un trofeo que podía enseñar a las vecinas una vez por semana. Eugenia,
a su edad y desde su ignorancia, se sintió insultada por tanta frialdad tanto
de su madre como de su abuela. Entendió porque después de misa las tres iban a
la confitería “El Águila” la esquina de la plaza y se pasaban horas hablando
sobre las enfermedades de los demás o de lo muy sonrientes que entre algunos se
saludaban, imaginando tramas de secretos y complicidad entre sus vecinos. Pero lo
peor era escuchar los comentarios y suposiciones sobre los motivos por los
cuales algunos y algunas no fueron, ¿Estarían enfermos? ¿No eran tan
correctamente católicos como ellas? ¿Estarían haciendo algo mejor? Todo estaba
dicho en esa mesa.
-Y yo que creía que las estaba decepcionando por no
estar segura de si creer o no…- Se dijo Eugenia, mientras la vergüenza le subía a su rostro.
Tenía ganas de gritar, de enojarse con su madre y con su abuela, pero sabía que
no era el momento. Intentó calmarse cuando les tocó volver a levantarse, pero
aquel descubrimiento la había dejado incapaz de controlar sus emociones.
-Yo, que no creo, o que no sé si creo, aguanto aquí
cada domingo palabras que no tienen ningún efecto sobre mí. Intento comportarme
de manera correcta según las enseñanzas de la Iglesia, porque pensaba que ése
era el modo en el que mi madre deseaba que me comportara para ser una buena
persona.- Se apartó el flequillo de la frente y se lo colocó tras las oreja,
dio un rápido repaso a las personas que sonaban en un unísono murmullo y nadie,
absolutamente nadie le devolvía la mirada, sintió que todos estaban como en un
trance y sintió escalofríos.
– Seguro mi
madre quiere para mí algo que no quiere para ella, se repitió internamente. Y
eso es injusto. Ella puede decidir qué es bueno para mí o qué no lo es. ¿Pero
cómo querría alguien algo para su hija que no considerase bueno para sí mismo?-
Volvieron a sentarse todos. Todos menos Eugenia.
Su madre enseguida la agarró de la muñeca y tiró de
ella una sola vez, obligándola a sentarse antes de que alguien se diera cuenta
de su despiste. Pero Eugenia no estaba
despistada. Al contrario, estaba más atenta que nunca. Sin mirarlas o
despedirse, salió hacia el pasillo central y, ante el profundo silencio de la
iglesia y el asombro de sus vecinos, salió caminando lentamente hacia tenue luz
del sol que apenas asomaba por debajo de la puerta principal. Cuando alcanzó la
vereda se dio cuenta que sus piernas comenzaron a temblar, pero no se detuvo.
De repente se vio corriendo en dirección al cine Italia, mientras el viento
golpeaba su rostro, extrañamente vivo como pocas veces lo había sentido. Si se
apuraba, creía que aún podía llegar antes de que empiece la película. Sonrió,
abriendo mucho la boca, imaginado los rostros asombrados de su madre y su
abuela. Era la primera decisión que tomaba por ella misma y le había gustado,
aunque imaginaba que las consecuencias entre otras cosas, serían largos y
tediosos debates sobre los principios de la fe y lo pecaminoso de actos como
los que ella se había atrevido a ejecutar.
Con
los años aprendió a no cuestionar tanto las idas a la iglesia y eso la hizo
relajar. Paso más tiempo y aprendió a escuchar, aprendió a ver su interior.
Aprendió a emocionarse al cantar los salmos y la a alegría de sentirse parte de
la fe. Sus creencias tomaron forma en la música, en las voces y en las manos
elevadas al mismo Cristo de la cruz, que la infantil rebeldía adolescente le
había hecho cuestionar. Ya no le preocupó verse que ella también comenzaba a
recorrer el mismo camino de su abuela Emilia y su madre Antonia. Ellas ya no
estaban en esta vida y se sorprendió yendo cada domingo a las ocho justo
después de verlas partir. Emilia primero, victima de repentino paro cardíaco.
Antonia no soportó la perdida, habían estado mucho tiempo juntas los últimos
años.
Quizás
obra del destino o del mismo Señor que opera de maneras misteriosa, que el
veintiuno de Agosto pero en dos años consecutivos se iban las dos y la
casualidad se completa cuando exactamente el mismo día del año siguiente,
llegaba María Emilia Antonia, su amada hija, la que hoy está como cada domingo
sentada a su derecha, con hermosos quince años en el mismo banco donde aquel día
decidió empezar a ser mujer.