martes, 17 de diciembre de 2013

Cada tanto pasando por acá

Persona_escribiendo : Beb? escribiendo en un teclado de ordenador port?til con un fondo blanco aislado Foto de archivo

por Arnold Coss
 
Algunos amigos y/o conocidos y  porque no desconocidos también, de alguna forma u otra me han hecho caer en la cuenta que este pequeño mundo de Arnold Coss,  ha quedado desatendido y olvidado ya por un buen rato.

Y es que cuando uno quiere, puede encontrar excusas para (casi) todo. El trabajo, el tiempo, las obligaciones diarias o más sinceramente, el puro y liso desgano. El miedo a acercarme (de nuevo) a esta hoja en la pantalla y no saber qué esperar, a qué nuevas historias contar, como que no se sabe a que me enfrentaré al final de esas historias. Esa extraña sensación  de ser otro mientras las palabras, ideas y sensaciones van fluyendo, adquiriendo forma de la nada, o de algo que alguna vez paso y vagamente recuerdo. Muchas veces he experimentado la locura de escribir sin parar cosas que se habían perdido casi sin remedio en esos rincones del cerebro, a los que vamos solamente a mendigar un poco de existencia del pasado.

El tiempo, particularmente se ha vuelto demasiado veloz para mi gusto particular y en esta época de fiestas, pareciera que transcurre más de prisa aún. La moda de los blog casi ha desaparecido y pocos andan por acá, es como si la necesidad de contar se borró de un plumazo. Por ahí, sepultado por las inmediatez de las demás redes sociales, el discurso creado y pensado, (más o menos), ha dejado de tener algún interés. No existe demanda, por lo tanto la oferta ya no tiene importancia. 

Cada tanto recorro alguno que otro y veo que en su gran mayoría no tiene actualización en este año (y ya paso TODO un año). Me da lástima pasar por “La palabra Desnuda” y ver la misma foto y artículo que desde hace tanto tiempo ha quedado como petrificado y pienso esto también, YA ES PARTE DEL PASADO, pero lamento más que mi amigo Claudio, haya dejado de hacer algo que le llenaba su alma de comunicador.
Decía el viejo Borges que es de caballeros siempre luchar por causas perdidas. Yo no soy caballero ni mucho menos,  (no tengo talento ni ganas de serlo), pero a Borges hay que creerle no?, por eso he decido y por el lado contrario del resto y quien no te dice que junto con algunos otros trasnochados, echemos a rodar un rato más este lugar. Pero (siempre hay un pero), quizás y casi seguro así será, esta cruzada personal, seguro ya de entrada estará condenada al fracaso. Será inútil? Quizás no.

Entonces, por puro gusto (joder), vuelvo por estos lares. Ahora tengo ganas de escribir porque se me cantan las ganas, un poco  para mí y para las tres o cuatro personas que alguna vez me lo pidieron. Gracias por estar del otro lado CADA TANTO PASANDO POR ACA, Repasando vida.


Ahí vamos nuevamente….

viernes, 6 de diciembre de 2013

JUNTAS, PERO NO A LA PAR.


por Arnold Coss

Desde pequeñas, Carmen y Valentina, habían notado sensibles diferencias personales a pesar de haber nacido mellizas. Desde el vamos, su mamá Raquel, opto por el nombre de Carmen, que al entrado los ochenta sonaba a nombre de décadas pasadas, sin embargo Valentina era un nombre que de por sí sonaba a futuro como si quisieras salir rápido al mundo para explorarlo y sentirlo.
Nadie se propuso que ellas fuesen distintas, pero la vida las fue exponiendo naturalmente y las diferencias afloraban en casi  todos los aspectos, salvo en su nivel intelectual ambas profesionales de altas calificaciones y en el amor por su familia.
Carmen desde temprana edad, se acostumbró a permanecer firme en sus convicciones y su concentración en los detalles de la vida cotidiana, la mostraron inmediatamente en el rol de responsable y segura, imagen que nunca estuvo en discusión y que la acompaña hasta estos días. Su postura pensante y evolutiva, hace que cuando termina una relación personal, ella analice las variables desde el otro, -qué hizo mal para no retenerme? Puede aquí estar una de sus conclusiones, y en busca de los eternos balances de los momentos transcendentales de su vida, tiende a enumerar una lista de cosas en las que piensa que el otro se equivocó y en actitud digna, medida y madura, le pide que enumere todas las cosas que ella podría haber mejorado. En esta parte de su vida, siempre me ha intrigado si los afectos le llegan verdaderamente al corazón o solamente hasta la periferia, es como que siempre estuviese preparada para la ruptura, por lo tanto, estar preparada para no sufrir. Su frase de cabecera siempre será: “No nos hagamos más daño”

En la relación cotidiana con su pareja, Carmen aprendió que hay terrenos complicados con los que evita ciertos temas explosivos. No nombrar a algunos miembros de la familia, y ser particularmente tolerante con los hábitos y rutinas que el otro no puede abandonar. No tiene sentido seguir peleando sobre lo mismo después de tanto tiempo, mientras tanto, el vínculo se va resquebrajando. Su conclusión meditada será: “Yo lo conocí así, ahora no le puedo pedir que cambie”.

Hace unos años, la vi luego de un mes de vacaciones. Antes de deshacer las valijas, ya había evaluado el daño, tenía todo planeado, un plan riguroso de alimentación para perder esos kilos demás lo antes posible. Por supuesto que tenía contratado un gimnasio y la consulta con un especialista para que la contenga. Encasillada en su objetivo, concluía en una frase importante para llevar adelante sus planes: “Sólo por hoy”.

Carmen no sería ella si no fuese a Pilates, si no hiciera gimnasia con música y cada tanto practique yoga o salga a caminar como una autómata, con un solo plan, querer sentirse bien. No sabe cuántas calorías quema, ni que ejercicios hacen mejor para mantener firme su cola, eso no le importa, necesita saber que “algo hace”, su eterna filosofía rezará: “Mente sana, cuerpo sano”.

Me daba  risa su desvelo por el pelo, siempre prolija y arreglada, no puede permitirse el lujo de estar despeinada, por eso conserva su peluquero de toda la vida, al que visita cada mes para que le haga lo mismo de siempre: cortarle las puntas, baño de crema y retoque por doquier. No es ajena a las posibilidades de imaginar un cambio: un desmechado, otro color, cortarse bien corto, sueña y moriría por algo salvaje. Pero como no podría ser de otra manera, tiembla al pensar que le quedaría ridículo y en todo lo mal que lo va a pasar esperando que crezca de nuevo. Su gran miedo: “arrepentirse de lo que hizo”.

Carmen y mi amigo Fernando, salieron un tiempo y él me confirmo al detalle cada uno de estas observaciones sobre su personalidad. Me hizo hincapié también, en la dedicación y excelencia al momento de hacer el amor, dando una imagen muy distinta a que se pudiese presuponer. Me contó también que esas artes adquiridas, le habían costado tener que deshacerse de la pesada mochila que le acarreaba compararse con su hermana en otros órdenes, que por lógica la perseguían en su intimidad. Era evidente que había dominado todos sus movimientos, situación que solo lograría con un gran estudio pormenorizado de sus sentimientos. Su gran logro: “Ser muy buena en la cama y dejar huella”

Valentina, en cambio, es verborragia, vomita toda clase de reproches en un monólogo conspirativo y despechado que no deja lugar a réplica. Alterna los reproches con insultos y/o amenazas, (contra su vida, la de él y de la futuras novias), pedidos de reconciliación, llanto y confesiones deprimentes. Cuando el otro quiere hablar, llora desconsoladamente, porque es un animal y no mide lo que está diciendo. Se enorgullece de poder gritar a los cuatro vientos: “Te voy a hacer mierda”

Promete cambiar después de cada pelea, pero nunca cumple. Le vuelve a decir las mismas cosas que hasta hace un rato le recordaron que es molesta en su insistencia. Sigue preguntando en qué está pensando y le reprocha que nunca la escucha, sugiere que no la quiere ( y afirma que nunca la quiso), en todas las discusiones, aun sabiendo que la insistencia concluirá en un desastre. Si hay algo que no soportará jamás, es que le digan “tranquilízate o relájate” cuando está enfervorizada en la discusión. Tengo la certeza que ella anhela poder parar, pero indefectiblemente su arrebato es más fuerte. Conclusión, quiere pero no puede, aunque no importa “este a mí no me va a ganar”

Aprendió a controlar la angustia después de pesarse aunque el número la espante, rompió muchas balanzas a patadas, hasta que ya relajada al rato se haya comido dos porciones de pizza del día anterior, mientras llora desconsolada: Patea para adelante la gran decisión “Empiezo el lunes que viene”

Valentina, con aires de rápida resolución, llega al gimnasio dos días antes de empezar el verano, angustiada porque se probó una musculosa y ver que tiene los brazos más flácidos que el año pasado. Se la pasa preguntando cuántas calorías quemó en la clase y preguntándole a la profesora cuánto tiempo más le llevará ver cambios. Su filosofía: “Atormentada Sí, pero con mi cuerpo no se metan”.

Me sorprende con la rapidez que cambia de look. Cada mes un toque distinto y casi siempre no es por elección, sino para arreglar el desastre anterior. Se tiñó de negro un domingo que estaba aburrida, después se lo tuvo que decolorar para volver al tono anterior, y para rescatarlo le tuvieron que hacer seis baños de crema seguidos y cortarle seis o siete centímetros. Desde entonces, el pelo se le puso poroso, y para evitarlo, se lo alisó. Iba a esperar unos meses, pero canjeo unos puntos de la tarjeta de crédito y se hizo unas extensiones…. Su gran miedo: “aburrirse por no haber querido cambiar”.

No hizo falta que un amigo me cuente sus cualidades en la intimidad, ella misma se encarga, en ocasiones en forma sutil, en otras directamente, que es una leona amando cuando le corresponden su intensidad. Confieso que no es fácil escuchar algunos detalles, pero sus comentarios salen como cataratas, no hay lugar a repreguntar, en realidad no hay lugar ni si quiera a preguntar, ella tiene el control, contará lo que quiera y domina ese terreno mejor que ninguna. Su frase preferida es un poco intimidante, pero le encanta ver en el rostro del otro la expresión cuando le dice: “Esto es lo que soy, acá está todo”

Mis dos amigas, que por supuesto existen y cada tanto visito, son un gran alivio a mi vida de observador. Con ellas he aprendido a mirar lo que me gusta y lo que no de una mujer. Andan por ahí sin alejarse demasiado, no les gusta estar separadas mucho tiempo, no es posible captar la conexión entre ellas, pero saben a la perfección como cruzar sus límites y salir ilesas de la contienda.

A Carmen la puedo sentar horas y escuchar sus comentarios como verdades absolutas y con la firmeza de una mujer aplomada y medida. Podría sospechar que quizás conmigo, haya tenido alguna intención que fuese más allá de la amistad, pero nunca lo voy a saber concretamente. Por mi parte no se permitiría un descuido y por parte de ella, sé que no encajo en su tan estudiada y repasada vida.

A Valentina, todo lo contrario, hay que andar con pie de plomo, midiendo los comentarios, sé que un descuido, concluiría en serios arrepentimientos sin retorno. No porque no esté seguro que será divertido, pero durará lo que ella quiera y en los términos que ella quiera.

Podría decir que Carmen, te dará la satisfacción de sentirte acompañado sin descuidos ni misterios, con una imagen cuidada y bien tratada. Valentina, te propondrá vértigo y arrebatos, pero también le pondrá esa chispa de vida que a los hombres nos gusta, aunque protestemos para disimular, pero que en la intimidad disfrutamos cómplices y felices.

Lo cierto y real es que sabrán disfrutar las bondades de la vida a su alrededor. Dueñas de una inagotable fuente de seducción, a su manera y con sus estilos no pasaran inadvertidas donde quiera que vayan. Son dos seres que sin tener prácticamente nada en común, no tengo dudas en  llegará el día en el que se entiendan solamente con la mirada y sin mediar palabras.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

LOS MAREADOS (tango)

Rara..
como encendida
te hallé bebiendo
linda y fatal...
Bebías
y en el fragor del champán,
loca, reías por no llorar...
Pena
Me dio encontrarte
pues al mirarte
yo vi brillar
tus ojos
con un eléctrico ardor,
tus bellos ojos que tanto adoré...

Esta noche, amiga mía,
el alcohol nos ha embriagado...
¡Qué importa que se rían
y nos llamen los mareados!
Cada cual tiene sus penas
y nosotros las tenemos...
Esta noche beberemos
porque ya no volveremos
a vernos más...

Hoy vas a entrar en mi pasado,
en el pasado de mi vida...
Tres cosas lleva mi alma herida:
amor... pesar... dolor...
Hoy vas a entrar en mi pasado
y hoy nuevas sendas tomaremos...
¡Qué grande ha sido nuestro amor!...
Y, sin embargo, ¡ay!,
mirá lo que quedó...

Autor: JUAN CARLOS COBIAN

Nace en Pigüé el destacado músico Juan Carlos Cobián Pianista y compositor, actuó en las orquestas de Genaro Espósito y Eduardo Arolas antes de formar su propia agrupación. Fue autor de importantes temas que han quedado inscriptos dentro de los clásicos del tango, como "El motivo", "A pan y agua", "Los mareados", "La casita de mis viejos", "Shusheta", "Rubí", "El cantor de Buenos Aires", "Nostalgias", "Mi refugio", etc. Falleció en Buenos Aires el 10 de diciembre de 1953.

Muchos comentarios podría hacer sobre este Tango, así con mayúsculas. Podría mencionar muchos sobre la letra en sí. Podríamos hablar mucho sobre las virtudes del autor, para lograr que uno se anime a cantarlo como queriendo parecerse al mismísimo Gardel. También podría mencionar las historias que se sucedieron a partir del canto de estas estrofas. Pero hoy no digo nada, lo disfruto solamente.

jueves, 25 de julio de 2013

Una Demencial Historia de Amor (Parte II)

por Arnold Coss
 
Había transcurrido un tiempo ya demasiado largo, hasta que Patricia decidiera intentar rehacer su vida sentimental. Seguro, no le sería fácil. La separación matrimonial con Mariano no había sido en buenos términos. Aún sonaba en sus oídos:
 - Necesito tiempo, no sé qué me pasa. Creo que tenemos que tomar distancia, solamente  por un tiempo y vemos que sucede.
El tiempo pasó y no hubo respuestas, tampoco preguntó más. Una mujer sabe cuando deja de ocupar su lugar en la vida de un hombre, afirmaba, convencida que esa fase le aliviaba un poco la melancolía de ya no ser importante. Mantenía su frente alta y repetía a quien la escuchara, que la clave es saber darse cuenta a tiempo.
La nostalgia, por momentos invadía su vida;  el llanto se tornaba incontrolable y no era por el hombre perdido, era por la soledad que la abrazaba.
Intentó por un tiempo estar sola, pero hasta las paredes parecían estar en su contra, le devolvían su voz opaca, triste y en ellas, veía su sombra sin compañía,
Una tarde como tantas otras, volvió a la casa de sus padres y se quedo como siempre a tomarse unos mates y conversar con quien estuviese dispuesto a debatir sobre cualquier tema. Las charlas sobre enfermedades, eran las predominantes, el lamento por la situación económica del país también tenían su espacio importante. Ni hablar cuando algún cartel del canal Crónica en la televisión, anunciaba alguna catástrofe.
Ese día y ese  momento quedará en sus retinas, porque lo vio por primera vez y así, sin más, se ruborizó. Es difícil para un hombre darse cuenta de lo que quiere decir una mujer con su mirada. Por lo general suelen disimular muy bien sus pensamientos, por ende, saben muy bien como trasmitirle a sus ojos, lo contrario a lo que realmente desean. Este hombre, de unos 40 años, con algunas canas que asomaban, bajo su pelo castaño, intentaba volver a poner en funcionamiento el lavarropas de su madre, que de repente había dejado de cargar agua.
 – Es la bomba de agua, ya vuelvo con otra nueva, esta no tiene reparación. Dijo en voz baja, y se fue sin más palabras, saludando como de compromiso.
Patricia, con los años, había aprendido a ser paciente y se jactaba de ello, de la misma manera que aconsejaba a sus pocas amigas de cómo ser oportuna.
 – Todo a su tiempo, una tiene que saber decirle a sus nervios, como tienen que actuar. Solía repetir como su latiguillo favorito.  
Pero esa tarde, se sintió incomoda, de repente le importó y mucho su aspecto. Inmediatamente pensó en que esa mañana no había tenido tiempo de bañarse, con lo cual su pelo no tenía el brillo acostumbrado, por supuesto que tampoco se había perfumado, entonces sus nervios la traicionaron, sin querer ni darse cuenta, vació la azucarera en el tacho de basura, pensando en que le sacaba la yerba al mate. Ese fue el primer indicio, era evidente que ese hombre, del cual no sabía absolutamente nada y jamás lo había visto en su vida, la había perturbado.
En los días posteriores, Patricia se dedicó casi con exclusividad a obtener la mayor cantidad de datos posible, por supuesto que con extrema prudencia, para que nadie se diera cuenta de sus intenciones. De alguna manera, ese halo de misterio, hacía que ella se sintiera como atrapada, le gustaba el personaje de espía, esa sensación de saber del otro muchas cosas y pasar desapercibida para él. Tenía ya información acumulada como para armar buena parte del rompecabezas de esa vida que le había sido ajena y que en ese momento le ocupaba buena parte del día.
Supo que se llamaba Hernán, que había nacido en Granadero Baigorria en la provincia de Santa Fe. Le comentaron también, que a los 20 años se fue a vivir a España, en busca de un mejor pasar. Allá vivió un tiempo en Andalucía en un pueblo llamado Dos Hermanas, donde se casó y según esa misma fuente, los dos chicos que lo acompañaban habían nacido en España, y él se volvió solo con ellos, cuando el trabajo empezó a escasear.
Gracias a Griselda, una amiga, dueña del único Laverap que había en Gualeguay, se enteró que no tenía esposa. Aunque Griselda nunca había visto a los chicos, deducía sus edades por el tamaño de la ropa que él le dejaba para lavar. Los chicos debieran ser de unos 10 o 12 años. Le llamaba la atención que nunca llevara la ropa interior ni las toallas.
Susana, la que atendía por la tarde el kiosco “Tatín” en la esquina de la plaza San Martín, le comento que fumaba Particulares, pero cada tanto llevaba Colorados, no sabía si eran para él o para alguien más; y otro dato muy particular, casi nunca hablaba más allá del pedido específico. Le comentó también que una vez escuchó a su hermano Francisco, hablar de este hombre, como el “arreglatuti”, que en una ocasión le pudo reparar en tiempo record, una alambrada de los corrales del fondo, en el campo lindero con el de Juan Antonio Cosso, allá cerca del Paso de Alonso.

Para Patricia, investigar la historia de ese misterios hombre, le devolvió color a sus días, se sorprendió verse más despierta, alerta a los detalles, hasta sus amigas notaron el cambio y por supuesto preguntaron, pero ella, sabía esconder muy bien sus sentimientos ante los demás. Solamente ese hombre, sin casi mirarla y sin hablarle, había derribado el muro que cubrían sus reacciones no deseadas.

Una tarde, caminando por la calle Uruguay, casi llegando a la 25 de Mayo, lo vio venir de frente en sentido contrario y por la misma vereda. Primero se sorprendió y su corazón sintió el impacto, después se ruborizó y el calor invadió su cuerpo para concluir en un ligero mareo. Fueron eternos diez segundos, tan lentos en sus pensamientos y tan veloces en sus sensaciones. Allí, a escasos dos metros, Patricia tropezó de la manera más tonta. Lo inmediato que recuerda, es estar sentada en el umbral de la casa de los Campostrini, atendida por él y por Aída, que había escuchado el ruido del golpe en su puerta.

Si lo hubiese planeado, quizás jamás le hubiese salido mejor. Fue raro que no se sintiera ni torpe ni siquiera vergüenza por lo sucedido, lo importante ahí y en ese momento es que estaba con él.

Aquel incidente le dio lugar a la conversación de rigor. Preguntarse los nombres, ya en forma oficial, que hacían, a que se dedicaban, la edad, etc. Por supuesto que Patricia, preguntaba, se respondía, por ella y a veces hasta por Hernán, que no parecía preocuparse mucho por la charla, pero respetuoso asentía o no, ante cada consulta.  

Pasaron cuarenta y cinco días de aquel incidente. Patricia había entrado en una especie de trance, toda su vida giraba en torno a su nuevo amor y hacia sus hijos. El más chico se llamaba Ian y había nacido en Tarragona en España, fue parto natural, pesó 3,100 kg.. Por aquellos días cursaba 4to. Grado en la escuela Marcos Sastre; sus bellísimos ojos color miel impactaban bajo sus largas pestañas, que lo hacían dueño de una mirada extremadamente dulce y seductora. El más grande se llama Juan Ignacio y nació dos años antes en Málaga, mientras Hernán, trabajó unos meses en una sucursal del banco BBVA, en la calle Alameda de Colón de cara al Mar Mediterráneo.

La madre de los chicos se llamaba Carmen y murió en el parto de Ian; una hemorragia mal contenida disminuyo sus defensas de su ya precaria salud, producto de un embarazo complicado por una severa neumonía al principio de la gestación. No se pudo hacer mucho, los medios clínicos de la sala en la que fue atendida eran muy precarios, la atención no fue la adecuada.

Carmen había sido extremadamente posesiva y esta marca había quedado registrada a fuego en el alma de Hernán, que juró no volver a comprometerse más allá de un poco de amor al paso.

Pero las cosas mis amigos, no salen como uno las imagina, y en esos alocados días, posteriores a la caída, Patricia y Hernán no tuvieron otro mundo. Para ella, toda su vida  se redujo a cuatro paredes y a un solo motivo para vivir. Su nueva condición como pareja del hombre que la conquistó con solo mirarla la desbordó. Tomó inmediata posesión de sus espacios, su aire y su respirar. Dejó de sentir hambre, dejo de pensar dejo de soñar.

Patricia supo la historia completa de María de las Mercedes Carreras (Ver en este blog, “Un secreto conocido”) y lloró de amor, pero también de soledad. ¿Podría ella  saberse herida de igual forma? Su tormento aniquiló por completo cualquier indicio de felicidad.

El terror de saberse abandonada, aunque no tuviese indicios de ello, la atormentaba hasta dejarla sin respiración. El solo hecho de pensar que otra mujer pudiera arrebatarle a “su” hombre la desequilibró sin más. El viaje de ida hacia la locura había comenzado, era un viaje con principio y con un final irremediable, solo había que esperar un poco para conocer el verdadero alcance de tamaño cambio.

Empezó con algunos escalofríos esporádicos. A medida que pasaban las horas este temblor ya era continuo. Para cuando Hernán tomó nota de lo que pasaba ya era tarde, conocía esa mirada y esas actitudes. Desgraciadamente tenía la nefasta experiencia con la madre de sus hijos; ella había pretendido retenerlo por todos los medios, olvidándose del más sencillo y básico, dejarlo ser, sin ataduras sin restricciones para alguien que jamás le había sido infiel.

 ¿Podría ser que Patricia  en algún lugar de su mundo, hubiese sentido lo mismo que Carmen?  Esa duda siempre la tendremos aquellos que la conocimos; mejor dicho, aquellos que creíamos conocerla.

 Para Doña Adela, su hija era la luz, y agradecía tanto a Dios por lo “maravillosa e inteligente que era la nena”. A Saúl su padre,  los años de Patricia, se le vinieron encima, como solía repetir, así en un abrir y cerrar de ojos, pero la nena, era la nena y nada más. Ellos, habían sufrido mucho la separación de Patricia con Mariano, pero estuvieron ahí todo el tiempo juntos acompañándola. Malvina, su hermana menor; bastante menos resuelta, pero igual de carismática, también idolatraba las andanzas de su referente en la vida.
El 25 marzo de 2005, a las 19 hs, luego de una hermosa tarde de otoño, Patricia llamó a su madre por teléfono y hablaron lo justo y necesario, hasta pareció importarle poco, el comentario de su madre, sobre la ida a la Capital de Malvina, que dispuesta a emprender un negocio, se fue a averiguar precios mayoristas de lencería, proyecto que compartieron juntas durante meses. Cuando cortó con Adela, llamó como al pasar a Beatriz, su amiga de la infancia, que conocía todos y cada uno de sus pensamientos, pero tampoco ella logró detectar algún indicio de lo que se avecinaba. Solo hablaron del tiempo y de algunos temas sin relevancia.
A esa misma hora, Hernán regresaba como todos los días, para darse una rápida ducha y salir a buscar a sus hijos que terminaban sus prácticas de básquet en BH. Lamentablemente él no pudo cumplir su objetivo, al ingresar a la casa, ya patricia lo esperaba desnuda, reposada en la cama matrimonial que tanto uso le habían dado en esos últimos 45 días. Allí la encontró y como era de esperar no le gusto lo que vio, no por el muy bien formado cuerpo de ella, sino por la imagen fuera de contexto y mucho más por lo que vio en sus ojos.
-  Patricia, tenemos que hablar, esto así no puede continuar, es lindo tenerte en casa, pero últimamente te estás comportando de una manera muy distinta a como te conocí, me parece que necesitamos un poco de distancia.
El comentario le cayó como un baldazo de agua helada y en ese instante, sacó debajo de las sábanas el arma de fuego, calibre 22 y sin decir una palabra, le descargó cinco tiros, todos dieron en el blanco, todos certeros, todos mortales.

Según me enteré después por el ayudante del inspector de investigaciones criminales, Patricia se quedó inmóvil por varios minutos, hasta que de repente escuchó ruidos en el pasillo de entrada y ahí reaccionó, primero con un llanto ronco y continuo, hasta desencadenar en uno producto del desquicio.

Se cuentan muchas historias de aquel momento, algunas distan mucho de la verdad, pero suenan tan creíbles que acrecientan las dudas de todos los que las hemos escuchado. Prefiero creer la más benévola dentro de tanto horror.

Para cuando Don Mauricio, el vecino de la casa del fondo, alertado primero por los disparos y luego por el llanto llegó a la casa, Patricia saltó de la cama y se arrojó sobre el cuerpo sin vida y bañado en sangre de Hernán. Le pedía perdón a los gritos, como que con ello lograría revivirlo. En el medio de la locura, del llanto, la sangre y el dolor intenso que le oprimía el pecho, casi hasta dejarla sin respirar, levanto la mirada y chocó con la de Don Mauricio que horrorizado presenciaba el más terrorífico cuadro jamás vivido e imaginado en sus 70 años. Para cuando quiso reaccionar Patricia pareció retomar la cordura de sus pensamientos, alzó nuevamente el arma, pero esta vez, para dispararse ella misma en la sien el último tiro que le quedaba. 

Ella también murió camino al hospital. El impacto provocado en el pueblo fue tremendo, cada uno contó a su antojo y con detalles de un triste final que jamás vieron y que jamás imaginaron en la vida real. Como no podía ser de otra manera, lo vivieron en su imaginación. Las miserias de los otros, son maltratadas y avergonzadas hasta el hartazgo,  sin medir consecuencias ni contemplar el dolor de los que quedaron desamparados por el terrible desenlace.

Ahí queda mis amigos, otra historia difícil de contar y que quizás hoy ya a nadie le interese.

jueves, 14 de marzo de 2013

Una demencial historia de amor (Parte I)

por Arnold Coss



Miré mi reloj mientras esperaba tranquilamente sentado. Aún faltaban diez minutos para que llegara Virginia, el sol acababa de ocultarse y las luces de la ciudad comenzaban a iluminar las ventanas del bar. Me serví un sobre de sacarina y lo volqué lentamente en la pequeña (cada vez más pequeña) taza de café. El bar estaba apenas concurrido por gente desconocida y sin importancia. Un grupo de cuatro universitarios, que se reían vaya a saber de que cosa; mientras repasaban sus apuntes. Un poco más allá, una pareja un tanto mayor hablaba tranquilamente de cosas cotidianas. En distintos puntos del lugar había gente sola en mesas individuales, no muchos. Alguno que leía el diario de la tarde, otro con la vista perdida en su copa, una mujer joven esperando a alguien que parecía que nunca llegaría.
Pero a mí no me importaba la gente que me rodeaba. Ahora sólo me importaba una persona en el mundo. Recorrí en mi mente los tiempos en que mi corazón desfallecía de esperanza; habían pasado muchos años de mi vida pensando, en que encontrar un amor era cosa para pocos afortunados y que justamente yo, hasta allí, me estaba quedando afuera de ese selecto grupo.

Volví a agachar la cabeza revolví por centésima vez el café y sonreí, así como si nada, intentando disimular esta felicidad de saber que quizás ahora me tocaría amar y ser amado. Era como que le había ganado la pulseada al destino. Levanté el pocillo y saboree el café, como si saboreara el placer de la victoria.

Virginia cruzó la calle corriendo por el semáforo que estaba a punto de cambiar de color, tuvo cuidado de no trastabillar con sus tacos altos. Caminó en dirección al bar en donde la estaba esperando. Su rostro denotaba alegría. Los años de frustraciones habían llegado a su fin, (pensé), nunca más a llorar por alguien.

Llegó al lugar y antes de entrar se acomodó ligeramente su ajustada pollera negra, ensayó con sus manos una especie de peinada sobre su lacio pelo negro. Abrió la puerta del bar, me vio inmediatamente dirigiéndose a la mesa. Yo estaba con mi traje gris liso, camisa blanca y una impecable corbata marrón con tonos lilas. Me paré para recibirla dándole un corto pero sentido beso en su boca. Me quede con ganas de seguir, pero lo dejarían para más tarde.

Nos sentamos, nos miramos y hablamos de todo un poco. Las horas pasaron como un suspiro, la ansiedad por contarle lo más que pudiese, la necesidad de escuchar cosas de su vida. Mi mente corría a una velocidad supersónica, por momentos y de repente frenaba para tomar más impulso todavía. Ver mover sus labios me seducía sin fronteras, coordinar mis pensamientos con mis instintos me costaba trabajo, más de una vez me vi esforzándome por contener una incipiente erección. Todo esto sucedió sin escalas, sin tiempo y sin memoria.

En un instante me vi desbordado de felicidad y al segundo me espantaba el hecho de verme despierto, lo que estaba viviendo era real, no más fantasía. Después de tanto buscar habíamos hallado el paraíso de la soledad compartida.

Desde aquel encuentro, hemos pasados los días convertidos en amantes desesperados, alocados por vernos y fusionarnos entre besos y piel. Pero desde ese día también, mi mente trabaja con horas extras y me atormenta, me carcome la ansiedad de saber si al otro día también ella tendrá la misma necesidad de verme, de abrazarme y quedarse en paz sobre mi hombro. Sus silencios me asustan, sus miradas perdidas sobre el techo me intrigan, muero por saber si está pensando en irse y no regresar. Cuando sonríe, me duele el alma, me despierto a la madrugada con lágrimas en los ojos, imaginándola llamándome para decirme adiós. La angustia es incontrolable, me tiemblan las manos, ya no como como antes, el pecho se me cierra al verla partir, al llamarla y temer que no me contestará, al saber que no vendrá porque sale con las amigas o visita a su madre. Ya no puedo contenerme, necesito hoy su cuerpo pegado al mío y que nunca más se vaya. Me duele amarla, me desespera esperar su “te amo” susurrado al oído, oler su pelo recién lavado o su sutil perfume floral, puesto como al pasar en todos los rincones de su cuerpo.

Hoy escribo estas líneas, pensando en ella y en su aliento a frutas, en sus dientes blancos como el marfil, en sus orejas, en su nariz y en su cuello. Hoy pienso en ella en su todo contenido corporal y mientras tanto lloro. Lloro sin final. Lloro aún en su presencia, lloro de amor y de soledad. Lloro, porque no soporto su pasado sin mí y su futuro quizás en otros brazos. Lloro sin consuelo por los próximos cinco minutos. Lloro por este amor que le llegará al corazón, vestido en forma de puñal.

Seguramente alguno de mis familiares, mi padre quizás, será el que lea estas palabras de despedida que copie de Ángel Gabilondo y que prolijamente dejo doblada en forma de nota, debajo del porta retratos, que enmarca la foto de Virginia y yo, de espaldas, mirando caer el sol sobre el Río de la Plata, desde la rampa en Montevideo.

 “No siempre encontramos las palabras adecuadas. En ocasiones éstas se desvanecen antes de llegar. Se produce entonces una sensación incómoda de incomunicación. Lamentamos no haber sido capaces de verbalizar lo que pensamos o sentimos. Todos necesitamos de alguien que nos hable, que nos abrace, que nos descubra. Convivir y compartir, sin apenas decirnos nada acaba por impedir los sueños y los deseos que nos completan en compañía del otro”.



jueves, 21 de febrero de 2013

La Fermina, el Braulio y el Gilberto, un trío particular

por Arnold Coss
 
 

La Fermina iba y venía por la cocina, al ritmo de arrastre de las enchancletadas  alpargatas. Cada tanto, el Braulio, un gato lanudo y perezoso de color negro como la noche más cerrada, se sobresaltaba de su profundo sueño al escucharla pasar apurada, tratando de terminar la comida a tiempo. Fermina era la heroína de ese mundo tiznado y de aromas inconfundibles. En sus  quehaceres la acompañaba un loro, de nombre Gilberto. Este ya viejo y desacreditado loro de estar tanto tiempo adentro de la casa, se lo veía casi ya sin plumas.
 – A Este vago no le gusta volar ni para comer. Repetían todos los que lo conocían.  Fermina y Gilberto pasaban desde hacía años, largas horas de conversaciones, por momentos monosilábicas, por momentos con palabras sin sentido, y en otras, dignas del mejor diván.  Braulio, ya estaba acostumbrado al coloquio y por supuesto a las andadas de su amigo el Gilberto. Entre ellos habían llegado a un acuerdo de no agresión, y durante años convivieron en una pacífica relación, el gato se dejaba espulgar por el ave, y él dormía sobre su calentito lomo. A la hora de servir la comida llegaban los trapazos de Fermina corriendo el bicherío, llegaba la peonada con sus cacharros y comenzaba a servir de una enorme olla sobre una mesa echa rodante, con dos ruedas de triciclo, que Juan Antonio le había armado, con vaya a saber en qué instante de lucidez.
Para el hombre de la casa la ceremonia era lo que tenía que ser. La comida servida a las doce en punto, ni minutos más ni minutos antes. Jamás permitiría ni en invierno ni en el más recalcinante verano que fuese una "comida fría", todo lo contrario, cuanto más caliente, mejor saboreada.
Fermina caminaba lentamente alrededor de los comensales, mientras en su hombro derecho Gilberto saludaba con múltiples inclinaciones de cabeza, haciendo secretos comentarios en la oreja de su dueña. De tanto en tanto el loro saltaba a la mesa y comía las miguitas de la galleta. Sus vuelos eran cortitos, casi diría como saltos más largos. Por falta de plumas, acostumbrado a que todos lo agarraban antes de caer, él iba y venía de mano en mano.
Una noche el viento norte venia en ráfagas potentes, la parra del patio y los parantes de la galería se sacudían a ritmo vertiginoso. Todos los árboles que rodeaban la casa se agitaban amenazantes sobre la gastada y añeja casa. En un silbido furioso cual largo lamento se colaba el viento por cuanta hendija encontraba para pasar.  Fermina empezó a desconfiar de tamaño ventarrón y se apartó en busca de las puerta y ventanas para trabarlas con lo que pudiera. Las chapas del gallinero no resistieron tanta presión y saltaron cual hojas de papel escapadas de un cuaderno escolar. La furia del viento se hacía sentir ya sin disimulo.
Todo lo que andaba suelto en el patio se puso en movimiento, ya sea para rodar alborotado o para volar en círculos interminables. Fue en ese momento que el viento reventó su furia sobre la endeble puerta del fondo de la casa, esa misma que daba a la cocina, donde todos se miraban alertas y preocupados. De repente sobrevino una gran explosión, el loro sin plumas nunca voló tan lejos, agitaba sus alitas como si de verdad volara, con los ojos desorbitados de gozo, solo que al no tener plumas en la cola, no tenía timón, y se estrelló contra la fiambrera, que colgaba desde el techo, al costado del alambre que sostenía el farol de noche.
En algún lugar escuche la frase, "y el silencio se hizo añicos", esto tan así diría que le cabe a la perfección a un momento de pena sin igual. En extremo silencio, Fermina recogió el cuerpo del Gilberto que yacía en el piso con su cabeza quebrada y sus patitas para arriba. Sin disimulo unas lágrimas cayeron de su rostro y sin decir palabra salió a la noche seguida por el Braulio. Repentinamente el viento había amainado, ya era como una brisa fuerte nada más. Los árboles, agitaban sus hojas en una melodía de lamento, casi como si supieran. El mentado y compañero trío se había roto, pero por un rato más, seguro estarían juntos para despedirse. Se perdieron en la noche y en el tiempo vaya a saber uno que tipo de ritual habrán logrado hace. Quizás habrá sido solamente una sencilla despedida.  
Gilberto fue enterrado al lado del mandarino donde pasaba buen tiempo de sus tardes comiendo los casquitos de las mandarinas. Dicen que cuando lo ponían en una de sus ramas el loro cantaba como nunca y llamaba a sus pares, pero también dicen que no dejaba que nadie se le acercara, solamente Fermina, podía sacarlo y ponerlo de ese árbol.  
Ninguno de la peonada ni su esposo en particular, volvieron a hablar del Gilberto pero todos saben que él está presente, como agazapado o acostado en el lomo del Braulio que seguro lo extraña como su dueña, pero que no dice nada al igual que ella. Cada tanto se cruzan las miradas y saben que muy pronto él se irá también. Fermina, le sirve la leche recién ordeñada en su platito de loza ya bastante cachada y cada vez le susurra al oído…...
-Podes irte cuando quieras nomás, saludame al Gilberto, algún día andaremos los tres de nuevo, solo tenemos que esperar un poco nomás……
 
 

miércoles, 30 de enero de 2013

10.6 Segundos

Si de recuerdos se trata este Blog, que mejor recuerdo que este impecable relato del mejor gol de la historia de los mundiales (hace falta decir cual?), no, seguro que no, todos sabemos cual es. Espero les guste tanto como a mi. Recuerdo haber visto este partido y particularmente este gol que se relata......

Va este relato, cuyo texto fue extraído de la edición Nº11 de la Revista ORSAI por Hernán Caciari.


Menos de once segundos antes, cuando el jugador argentino recibe el pase de un compañero, el reloj en México marca las trece horas, doce minutos y veinte segundos. En la escena central hay también dos británicos y un hombre algo mayor, de origen tunecino. El deporte al que juegan, el fútbol, no es muy popular en Túnez. Por eso el africano parece el único que no está en actitud de alarma atlética.

Se llama Alí Bin Nasser y, mientras los otros corren, él camina despacio. Tiene cuarenta y dos años y está avergonzado: sabe que nunca más será llamado a arbitrar un partido oficial entre naciones.

También sabe que si, doce años antes, cuando se lesionó en la liga tunecina, le hubieran dicho que estaría en un Mundial, no lo habría creído. Tampoco la tarde en que se convirtió en juez: en Túnez no es necesario, para acceder al puesto, más que tener el mismo número de piernas que de pulmones.

Cuando dirigió su primer partido descubrió que sería un árbitro correcto. Fue más que eso: logró ser el primer juez de fútbol al que reconocían por las calles de la ciudad. Lo convocaron para las eliminatorias africanas de 1984 y su juicio resultó tan eficaz que, un año más tarde, fue llamado a dirigir un Mundial.

En México le pedían autógrafos, se sacaban fotos con él y dormía en el hotel más lujoso. Había arbitrado con éxito el Polonia-Portugal de la primera fase, y vigilado la línea izquierda en un Dinamarca-España en donde los daneses jugaron todo el segundo tiempo al achique; él no se equivocó ni una sola vez al levantar el banderín.

Cuando los organizadores le informaron que dirigiría un choque de cuartos -nunca un juez tunecino había llegado tan lejos-, Alí llamó a su casa desde el hotel, con cobro revertido, se lo contó a su padre y los dos lloraron.

Esa noche durmió con sofocones y soñó dos veces con el ridículo. En el primer sueño se torcía el tobillo y tenía que ser sustituido por el cuarto árbitro; en el sueño, el cuarto árbitro era su madre. En el segundo sueño saltaba al campo un espontáneo, le bajaba los pantalones y él quedaba con los genitales al aire frente a las televisiones del mundo.

De cada sueño se despertó con palpitaciones. Pero no soñó nunca, durante la víspera, en dar por válido un gol hecho con la mano. No soñó con que, en la jerga callejera de Túnez, su apellido se convertiría en metáfora jocosa de la ceguera. Por eso ahora dirige el segundo tiempo de ese partido con ganas de que todo acabe pronto.

* * *

Ahora el jugador argentino toca el balón con su pie izquierdo y lo aleja medio metro de la sombra. El calor supera los treinta grados y esa sombra, con forma de araña, es la única en muchos metros a la redonda.

Alrededor del campo, acaloradas, ciento quince mil personas siguen los movimientos del jugador pero solo dos, los más cercanos a la escena, pueden impedir el avance.

Se llaman Peter: Raid uno, Beardsley el otro; nacieron en el norte de Inglaterra, uno en el cauce y el otro en la desembocadura del río Tyne; los dos tuvieron, pocos años antes, un hijo varón al que llamaron Peter; los dos se divorciaron de su primera mujer antes de viajar a México; y los dos están convencidos, a las trece horas, doce minutos y veintiún segundos, que será fácil quitarle el balón al jugador argentino porque lo ha recibido a contrarié y ellos son dos: uno por el frente y el otro por la espalda.

No saben que, una década después, Peter Raid hijo y Peter Beardsley hijo serán amigos, tendrán quince y dieciséis años y estarán bailando en una rave de Londres.

Un escocés de apellido O'Connor -que más tarde será guionista del cómico Sacha Baron Cohen- los reconocerá y, en medio de la danza, los esquivará con una finta y un regate. Lo hará una vez, dos veces, tres veces, imitando el pase de baile que ahora, diez años antes, le practica a sus padres el jugador argentino.

Raid hijo y Beardsley hijo no entenderán la broma, entonces otros participantes de la rave se sumarán a la burla de O'Connor y se formará un bucle de bailarines que, en forma de tren humano, esquivará a los muchachos en dos tiempos.

Peter Raid hijo será el primero en comprender la mofa, y se lo dirá a su amigo: «Es por el video de nuestros padres, el de México ochenta y seis».

Peter Beardsley hijo hará un gesto de humillación y los dos amigos escaparán de la fiesta perseguidos por decenas de muchachos que gritarán, a coro, el apellido del jugador que diez años antes, ahora mismo, se escapa de sus padres con un quiebre de cintura.

Muy pronto Raid padre y Beardsley padre dejarán de perseguir al jugador: será el trabajo de otros compañeros intentar detenerlo. Ellos ahora permanecen congelados en medio de una cinta que el tiempo convierte, a cámara lenta, de VHS a Youtube.

Ahora sus hijos tienen cinco y seis años y no recordarán haber visto en directo el primer regate del jugador, pero al comienzo de la adolescencia lo verán mil veces en video y dejarán de sentir respeto por sus padres.

Peter Raid y Peter Beardsley, inmóviles aún en el centro del campo, todavía no saben exactamente qué ha pasado en sus vidas para que todo se quiebre.

* * *

Raudo y con pasos cortos, el jugador argentino traslada la escena al terreno contrario. Solo ha tocado el balón tres veces en su propio campo: una para recibirlo y burlar al primer Peter, la segunda para pisarlo con suavidad y desacomodar al segundo Peter, y una tercera para alejar el balón hacia la línea divisoria.

Cuando la pelota cruza la línea de cal el jugador ha recorrido diez de los cincuenta y dos metros que recorrerá y ha dado once de los cuarenta y cuatro pasos que tendrá que dar.

A las las trece horas, doce minutos y veintitrés segundos del mediodía un rumor de asombro baja desde las gradas y las nalgas de los locutores de las radios se despegan de los asientos en las cabinas de transmisión: el hueco libre que acaba de encontrar el jugador por la banda derecha, después del regate doble y la zancada, hace que todo el mundo comprenda el peligro.

Todos menos Kenny Sansom, que aparece por detrás de los dos Peter y persigue al jugador con una parsimonia que parece de otro deporte. Sansom acompaña al jugador argentino sin desespero, como si llevara a un hijo pequeño a dar su primera vuelta en bicicleta.

«Parecía que estuvieras en un entrenamiento, joder», le dirá el entrenador Bobby Robson dos horas después, en los vestuarios. «Ese no eras tú», le dirá su medio hermano Allan un año más tarde, borrachos los dos, en un pub de Dublin.

Kenny Sansom rebobinará mil veces el video en el futuro. Verá su paso desganado, casi un trote, mientras el jugador se le escapa.

Comenzará, en noviembre de ese año, a tener problemas con el juego y el alcohol. En la prensa sensacionalista lo apodarán «White» Sansom, por su afición al vino blanco.

Su único amigo de las épocas doradas será Terry Butcher, quizá porque ambos compartirán el eje de un trauma idéntico.

Butcher es el que ahora, cuando los relatores de radio y los espectadores en las gradas todavía están poniéndose de pie, le tira una patada fallida al jugador que avanza por su banda. Sin saber que su apellido, en el idioma del rival, significa carnicero, Butcher perseguirá enloquecido al jugador y le tirará una segunda patada, esta vez con ánimo mortal, en el vértice del área pequeña.

Terry Butcher tampoco superará nunca el fantasma de esos diez segundos en el mediodía mexicano. «Al resto de mis compañeros los regateó una sola vez, pero a mí dos..., pequeño bastardo», le dirá a la prensa muchos años después, con los ojos vidriosos.

Kenny Sansom y Terry Butcher no regresarán a México jamás, ni siquiera a playas turísticas alejadas del Distrito Federal. En el futuro, sin hijos ni parejas estables, tendrán por afición (con casi sesenta años cada uno) juntarse a tomar whisky los jueves por la noche e inventar nuevos insultos contra el jugador argentino que ahora, sin marca, entra al área grande con el balón pegado a los pies.

* * *

Antes del inicio de la jugada, un hombre da un mal pase. Con ese error empieza la historia. Podría haber jugado hacia atrás o a su derecha, pero decide entregar el balón al jugador menos libre.

Ese hombre se llama Héctor Enrique y se queda inmóvil después del pase, con las manos en la cintura. Después de ese partido nunca podrá separarse del jugador, como si el hilo invisible del pase vertical se transformara, con el tiempo, en un campo magnético.

Enrique todavía no lo sabe, pero volverá a participar de un Mundial de fútbol, veinticuatro años después y en tierra sudafricana. Será parte del cuerpo técnico de un entrenador que, más gordo y más viejo, tendrá el mismo rostro del hombre joven que ahora corre en zigzag. Y acabará su carrera todavía más lejos, en los Emiratos Árabes, de nuevo a la derecha del jugador al que, hace dos segundos, le ha dado un pase a contrarié.

Durante muchas noches del futuro, en un país extraño donde las mujeres tienen que ir en el asiento trasero de los coches, Enrique pensará qué habría ocurrido si, en lugar de esa mala entrega, le hubiera cedido el balón a Jorge Burruchaga, su segunda opción.

Burruchaga es el que ahora corre en paralelo al jugador, por el centro del campo. Son las trece horas, doce minutos y veinticuatro segundos: está convencido de que el jugador le dará el pase antes de entrar al área, que únicamente le está quitando las marcas para dejarlo solo frente a los tres palos.

Burruchaga corre y mira al jugador; con el gesto corporal le dice «estoy libre por el medio» y mientras espera el pase en vano no sabe que un día, algunos años después, aceptará un soborno en la liga francesa y será castigado por la Federación Internacional. Otra entrega a destiempo. Pero él, congelado en el presente, todavía corre y espera la cesión que no llega nunca.

Días más tarde hará el gol decisivo de la final, pero el mundo solo tendrá ojos y memoria para otro gol. Año tras año, homenaje tras homenaje, el suyo no será el más admirado.

Una noche Burruchaga llamará por teléfono a Arabia Saudita para conversar con su amigo Héctor Enrique, y lamentará, un poco en broma, un poco en serio, aquel gol ajeno que opacó el decisivo de la final. Entonces Enrique verá por la ventana una tormenta de arena y, sin pretenderlo, lo hará sonreír. «No fue para tanto aquel gol», le dirá, «el pase se lo di yo, si no lo hacía era para matarlo».

* * *

Dentro del campo de juego el viento sopla a doce kilómetros por hora. Si hubiera soplado a sesenta kilómetros por hora, como ocurrió en la Ciudad de México seis días más tarde, quizás la jugada no hubiera acabado bien.

El avance parece veloz por ilusión óptica, pero el jugador regula el ritmo, frena y engaña. Hay una geometría secreta en la precisión de ese zigzag, un rigor que se hubiera roto con un cambio en el viento o con el reflejo de un reloj pulsera desde las gradas.

Terry Fenwick piensa en las variables del azar mientras se ducha cabizbajo tras la derrota. Sobre todo en una, la menos descabellada.

Antes del partido, Fenwick le aconsejó a su entrenador Bobby Robson que lo mejor sería hacerle, al jugador rival, un marcaje hombre a hombre. Bobby respondió que que la marca sería zonal, como en los anteriores partidos.

¿Qué habría ocurrido si Robson le hacía caso?, se preguntará Terry Fenwick desnudo, en la soledad del vestuario, con el agua reventándole las sienes.

En este momento, a las trece horas, doce minutos y veintiséis segundos del mediodía, es él quien ve llegar al jugador con el balón dominado; es él quien cree que dará un pase al centro del área. Fenwick piensa igual que Burruchaga, apoya todo el cuerpo en su pierna derecha para evitar el pase y deja sin candado el flanco izquierdo. El jugador, con un pequeño salto, entra entonces por el hueco libre, pisa el área y encuentra los tres palos.

«Mierda», le dirá a la prensa Terry Fenwick en 1989, «arruinó mi carrera en cuatro segundos». Dos años después de exabrupto, en 1991, Fenwick pasará cuatro meses en prisión por conducir borracho. Dirá, a mediados de la década siguiente, que no le daría la mano al jugador argentino si lo volviera a ver.

En esas mismas fechas una de sus hijas cumplirá dieciocho años. Durante la fiesta, Terry Fenwick la encontrará besándose con un argentino en una playa de Trinidad. Reconocerá la identidad del muchacho por una camiseta celeste y blanca con el número diez en la espalda. Fenwick aún no lo sabe, pero en su vejez dirigirá un ignoto equipo llamado «San Juan Jabloteh» en Trinidad y Tobago, un país que nunca jugó un Mundial, pero que tiene playas.

Fenwick se emborrachará cada día en la arena de esas playas. La tarde del encuentro de su hija con el argentino querrá acercarse al chico para golpearlo. El argentino hará el gesto salir para la izquierda y escapará por la derecha. Fenwick, de nuevo, se comerá el amague.

* * *

Ocho pasos, de cuarenta y cuatro totales, dará el jugador dentro del área, y le bastarán para entender que el panorama no es favorable.

Hay un rival soplándole la nuca a su derecha, Terry Butcher; otro a su izquierda, Glenn Hoddle, le impide la cesión a Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del amague y ahora cubre el posible pase atrás y, por delante, el portero Peter Shilton le cierra el primer palo.

El norte, el sur y el este están vedados para cualquier maniobra. Son las trece horas, doce minutos y veintisiete segundos del mediodía. Tres horas más en Buenos Aires. Seis horas más en Londres.

En cualquier ciudad del mundo, a cualquier hora del día o de la noche, intentar el disparo a puerta en medio de ese revoltijo de piernas es imposible, y el que mejor lo sabe es Jorge Valdano, que llega solo, muy solo, por la izquierda.

Nadie se percata de la existencia de Valdano, ni ahora en el área grande ni durante la escuela primaria, en el pueblo santafecino de Las Parejas.

Jorge Valdano se sentaba a leer novelas de Emilio Salgari mientras sus compañeros jugaban al fútbol en los recreos, arremolinados detrás de la pelota. El fútbol le parecía un juego básico a los nueve años, pero a los once ocurrió algo: entendió las reglas y supo, sin sorpresa, que los demás chicos no lo practicaban con inteligencia.

Empezó a jugar con ellos y, mientras el resto perseguía el balón sin estrategia, él se movía por los laterales buscando la geometría del deporte.

Y fue bueno. Integró dos clubes del pueblo y pronto lo llamaron de Rosario para las inferiores de Newell's; debutó en primera antes de los dieciocho. A los veinte era campeón mundial juvenil en Toulon. A los veintidós ya había jugado en la selección absoluta.

Pero en esos años de vértigo nunca amó el juego por encima de todo. Si le daban a elegir entre un partido entre amigos o una buena novela, siempre elegía el libro.

Hasta ese momento de sus treinta años, Valdano no estaba seguro de haber elegido su verdadera vocación. Por eso ahora, que espera el pase, siente por fin que ese puede ser su destino, que quizá ha venido al mundo a tocar ese balón y colgarlo en la red.

Sabe que la única opción del jugador es el pase a la izquierda. No le queda otra salida. Mientras pisa el área piensa: «Si no me la da, largo todo y me hago escritor".

Pero el jugador entra al área sin mirarlo. Tampoco Butcher, ni Fenwick, ni Hoddle, ni Shilton se enteran de su presencia. Ni siquiera el camarógrafo, que sigue la jugada en plano corto, lo distingue a tiempo.

En el video, Valdano es un fantasma que asoma el cuerpo completo recién cuando el balón está en el vértice del área pequeña. Jorge Valdano todavía no lo sabe, pero al final de ese torneo comenzará a escribir cuentos cortos.

* * *

No hay enemigo mayor para un atacante que el portero. El resto de los rivales puede usar la zancadilla rastrera o las rodillas para el golpe en el muslo. No importa, son armas lícitas en un deporte de hombres y el agredido puede devolver la acción en la siguiente jugada.

Pero el portero, el guardavallas, el goalkeeper, el arquero (como el de Lucifer, sus nombres son infinitos) puede tocar el balón con las manos.

El portero es una anomalía, una excepción capaz de deshacer con las manos las mejores acrobacias que otros hombres hacen con los pies. Y hasta ese día ningún futbolista de campo había logrado devolver esa afrenta en un Mundial.

Por eso ahora, cuando el jugador pisa el área y mira a los ojos al portero Peter Shilton (camisa gris, guantes blancos), entiende el odio en la mirada del inglés.

Media hora antes el argentino había vengado a todos los atacantes de la historia del fútbol: había convertido un gol con la mano. La palma del atacante había llegado antes que el puño del guardameta. En el reglamento del fútbol esa acción está vedada, pero en las reglas de otro juego, más inhumano que el fútbol, se había hecho justicia.

Por eso en este momento culminante de la historia, a las trece horas, doce minutos y veintinueve segundos, Peter Shilton sabe que puede vengar la venganza. Sabe muy bien que está en sus manos desbaratar el mejor gol de todos los tiempos. Necesita hacerlo, además, para volver a su país como un héroe.

Shilton había nacido en Leicester, treinta y seis años antes de aquel mediodía mexicano. Ya era una leyenda viva, no le hacía falta llegar a su primer y tardío Mundial para demostrarlo.

Aún no lo sabe, pero jugará como profesional hasta los cuarenta y ocho años. Protagonizará en el futuro muchas paradas inolvidables que, sumadas a las del pasado, lo convertirán en el mejor goalkeeper inglés.

Sin embargo (y esto tampoco lo sabe) en el futuro existirá una enciclopedia, más famosa que la Britannica, que dirá sobre él:

«Shilton, Peter: guardameta ingles que recibió, el mismo día, los goles conocidos como 'la mano de Dios' y el 'del Siglo'».

Ese será su karma y es mejor que no lo sepa, porque todavía sigue mirando a los ojos al jugador argentino que se acerca, y tapa su palo izquierdo como le enseñaron sus maestros.

Cree que Terry Butcher puede llegar a tiempo con la patada final. «Quizá sea córner», piensa. «Quizá pueda sacar el balón con la yema de los dedos».

Tampoco sabe que dos años más tarde se publicará en Gran Bretaña un videojuego con su nombre, titulado «Peter Shilton's Handball», ni que sus hijos lo jugarán, a escondidas, en las vacaciones de 1992.

Mejor que no conozca el futuro ahora, porque debe decidir, ya mismo, cuál será el siguiente movimiento del jugador. Y lo decide: Shilton se juega a la izquierda, se tira al suelo y espera el zurdazo cruzado. El argentino, que sí conoce el futuro, elige seguir por la derecha.

* * *

Antes de tocar por última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado atrás a Peter Shilton; ve que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter Raid, Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry Butcher que se arroja a sus pies con los botines de punta; ve a Jorge Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía clavado en la mitad del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su entrenador que salta del banquillo como expulsado por un resorte y al otro entrenador, el rival, que baja la mirada para no ver el final del avance; ve a un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera bandeja de las gradas; ve la línea de cal de la portería contraria y recuerda el rostro del empleado que, durante el entretiempo, la repasó con un rodillo; ve nítidamente a su hermano el Turco que, con siete años, le echa en cara un error que cometió en Wembley en un jugada parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su hermano cuando dice:

«La próxima vez no le pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».

Ve el rostro de su hermano con la luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que lo miraba; ve, detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo; ve las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una niña; ve una pelota desinflada y se ve a él mismo, con nueve años, que intenta dominarla; ve a su madre y a su padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de kerosén por una calle de tierra en la que ha llovido; ve una taquilla, en un vestuario de La Paternal, que lleva su nombre y su apellido en letras flamantes, ve su orgullo adolescente al leer por primera vez su nombre y su apellido en la taquilla; ve un estadio, sus tablones de madera, y ve también que un día el estadio entero, y no solo la taquilla, llevará su nombre.

El jugador argentino ha controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar todo el aire de un soplido.

Al revés que todos los rivales y compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y también puede intuir el futuro mientras avanza con el balón en los pies.

Ve, antes de tiempo, que Shilton se arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos, visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón en los pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una rave en Londres donde dos chicos de quince años escapan de una multitud que se burla; ve un departamento en penumbras donde solo hay una mesa, dos amigos y un espejo sobre la mesa; ve a una muchacha en una playa del trópico que se deja besar por un chico que lleva puesta una camiseta argentina; ve un enjambre de periodistas y fotógrafos a la salida de todos los aeropuertos, de todas las terminales, de todos los estadios y de todos los centros comerciales del mundo; ve a un niño embobado con un videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano vigila por la ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre viejo que ha muerto en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que también ha visto todas las cosas del mundo en un único instante.

Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.

Ve el estadio de Boca a reventar y él está en el medio del campo pero no lleva un balón en los pies, sino un micrófono en la mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que espera a su hijo en el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo; ve un tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y sonriente; ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve todos los goles que ha gritado y los que gritará en su vida entera; se ve, con cincuenta y tres años, mirando desde el palco la final del mundo en el estadio Maracaná; ve el día que verá a su madre por última vez; ve la noche en que verá por última vez a su padre; ve crecer a todos los hijos de sus hijos; ve los dolores de parto de una mujer que está a punto de parir un niño zurdo en Rosario, un año y dos días más tarde de ese mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el poste derecho y el botín de Terry Butcher.

Cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.

El jugador sabe que ha dado cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada durará diez segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarle a todos quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de los tiempos.

* El texto fue extraído de la edición número 11 de la Revista Orsai

Recuerdo haber visto este partido y particularmente este gol que se relata y me acuerdo muy bien, el haber estado solo viéndolo. Ese día, mi novia de aquel momento, había salido a pasear por la peatonal de Rosario, donde vivía y estudiaba. Cómo no le interesaba el fútbol, ahí quede yo, frente al televisor, era uno pequeño de 14" pero lo suficientemente grande para ver este maravilloso e inolvidable GOL!. 
A ella la conocía de Gualeguay donde habíamos nacido. Solía tomarme el micro General Urquiza los viernes en retiro para, viajar a verla. fueron buenos años despreocupados, fueron lindos días para recordar, pero esa es otra historia, que seguramente contaré más adelante.....