jueves, 21 de febrero de 2013

La Fermina, el Braulio y el Gilberto, un trío particular

por Arnold Coss
 
 

La Fermina iba y venía por la cocina, al ritmo de arrastre de las enchancletadas  alpargatas. Cada tanto, el Braulio, un gato lanudo y perezoso de color negro como la noche más cerrada, se sobresaltaba de su profundo sueño al escucharla pasar apurada, tratando de terminar la comida a tiempo. Fermina era la heroína de ese mundo tiznado y de aromas inconfundibles. En sus  quehaceres la acompañaba un loro, de nombre Gilberto. Este ya viejo y desacreditado loro de estar tanto tiempo adentro de la casa, se lo veía casi ya sin plumas.
 – A Este vago no le gusta volar ni para comer. Repetían todos los que lo conocían.  Fermina y Gilberto pasaban desde hacía años, largas horas de conversaciones, por momentos monosilábicas, por momentos con palabras sin sentido, y en otras, dignas del mejor diván.  Braulio, ya estaba acostumbrado al coloquio y por supuesto a las andadas de su amigo el Gilberto. Entre ellos habían llegado a un acuerdo de no agresión, y durante años convivieron en una pacífica relación, el gato se dejaba espulgar por el ave, y él dormía sobre su calentito lomo. A la hora de servir la comida llegaban los trapazos de Fermina corriendo el bicherío, llegaba la peonada con sus cacharros y comenzaba a servir de una enorme olla sobre una mesa echa rodante, con dos ruedas de triciclo, que Juan Antonio le había armado, con vaya a saber en qué instante de lucidez.
Para el hombre de la casa la ceremonia era lo que tenía que ser. La comida servida a las doce en punto, ni minutos más ni minutos antes. Jamás permitiría ni en invierno ni en el más recalcinante verano que fuese una "comida fría", todo lo contrario, cuanto más caliente, mejor saboreada.
Fermina caminaba lentamente alrededor de los comensales, mientras en su hombro derecho Gilberto saludaba con múltiples inclinaciones de cabeza, haciendo secretos comentarios en la oreja de su dueña. De tanto en tanto el loro saltaba a la mesa y comía las miguitas de la galleta. Sus vuelos eran cortitos, casi diría como saltos más largos. Por falta de plumas, acostumbrado a que todos lo agarraban antes de caer, él iba y venía de mano en mano.
Una noche el viento norte venia en ráfagas potentes, la parra del patio y los parantes de la galería se sacudían a ritmo vertiginoso. Todos los árboles que rodeaban la casa se agitaban amenazantes sobre la gastada y añeja casa. En un silbido furioso cual largo lamento se colaba el viento por cuanta hendija encontraba para pasar.  Fermina empezó a desconfiar de tamaño ventarrón y se apartó en busca de las puerta y ventanas para trabarlas con lo que pudiera. Las chapas del gallinero no resistieron tanta presión y saltaron cual hojas de papel escapadas de un cuaderno escolar. La furia del viento se hacía sentir ya sin disimulo.
Todo lo que andaba suelto en el patio se puso en movimiento, ya sea para rodar alborotado o para volar en círculos interminables. Fue en ese momento que el viento reventó su furia sobre la endeble puerta del fondo de la casa, esa misma que daba a la cocina, donde todos se miraban alertas y preocupados. De repente sobrevino una gran explosión, el loro sin plumas nunca voló tan lejos, agitaba sus alitas como si de verdad volara, con los ojos desorbitados de gozo, solo que al no tener plumas en la cola, no tenía timón, y se estrelló contra la fiambrera, que colgaba desde el techo, al costado del alambre que sostenía el farol de noche.
En algún lugar escuche la frase, "y el silencio se hizo añicos", esto tan así diría que le cabe a la perfección a un momento de pena sin igual. En extremo silencio, Fermina recogió el cuerpo del Gilberto que yacía en el piso con su cabeza quebrada y sus patitas para arriba. Sin disimulo unas lágrimas cayeron de su rostro y sin decir palabra salió a la noche seguida por el Braulio. Repentinamente el viento había amainado, ya era como una brisa fuerte nada más. Los árboles, agitaban sus hojas en una melodía de lamento, casi como si supieran. El mentado y compañero trío se había roto, pero por un rato más, seguro estarían juntos para despedirse. Se perdieron en la noche y en el tiempo vaya a saber uno que tipo de ritual habrán logrado hace. Quizás habrá sido solamente una sencilla despedida.  
Gilberto fue enterrado al lado del mandarino donde pasaba buen tiempo de sus tardes comiendo los casquitos de las mandarinas. Dicen que cuando lo ponían en una de sus ramas el loro cantaba como nunca y llamaba a sus pares, pero también dicen que no dejaba que nadie se le acercara, solamente Fermina, podía sacarlo y ponerlo de ese árbol.  
Ninguno de la peonada ni su esposo en particular, volvieron a hablar del Gilberto pero todos saben que él está presente, como agazapado o acostado en el lomo del Braulio que seguro lo extraña como su dueña, pero que no dice nada al igual que ella. Cada tanto se cruzan las miradas y saben que muy pronto él se irá también. Fermina, le sirve la leche recién ordeñada en su platito de loza ya bastante cachada y cada vez le susurra al oído…...
-Podes irte cuando quieras nomás, saludame al Gilberto, algún día andaremos los tres de nuevo, solo tenemos que esperar un poco nomás……