Miré mi reloj
mientras esperaba tranquilamente sentado. Aún faltaban diez minutos para que
llegara Virginia, el sol acababa de ocultarse y las luces de la ciudad
comenzaban a iluminar las ventanas del bar. Me serví un sobre de sacarina y lo
volqué lentamente en la pequeña (cada vez más pequeña) taza de café. El bar
estaba apenas concurrido por gente desconocida y sin importancia. Un grupo de
cuatro universitarios, que se reían vaya a saber de que cosa; mientras repasaban
sus apuntes. Un poco más allá, una pareja un tanto mayor hablaba tranquilamente
de cosas cotidianas. En distintos puntos del lugar había gente sola en mesas
individuales, no muchos. Alguno que leía el diario de la tarde, otro con la
vista perdida en su copa, una mujer joven esperando a alguien que parecía que
nunca llegaría.
Pero a mí no me importaba la gente que me rodeaba. Ahora sólo me importaba una persona en el mundo. Recorrí en mi mente los tiempos en que mi corazón desfallecía de esperanza; habían pasado muchos años de mi vida pensando, en que encontrar un amor era cosa para pocos afortunados y que justamente yo, hasta allí, me estaba quedando afuera de ese selecto grupo.
Pero a mí no me importaba la gente que me rodeaba. Ahora sólo me importaba una persona en el mundo. Recorrí en mi mente los tiempos en que mi corazón desfallecía de esperanza; habían pasado muchos años de mi vida pensando, en que encontrar un amor era cosa para pocos afortunados y que justamente yo, hasta allí, me estaba quedando afuera de ese selecto grupo.
Volví a
agachar la cabeza revolví por centésima vez el café y sonreí, así como si nada,
intentando disimular esta felicidad de saber que quizás ahora me tocaría amar y
ser amado. Era como que le había ganado la pulseada al destino. Levanté el
pocillo y saboree el café, como si saboreara el placer de la victoria.
Virginia cruzó
la calle corriendo por el semáforo que estaba a punto de cambiar de color, tuvo
cuidado de no trastabillar con sus tacos altos. Caminó en dirección al bar en
donde la estaba esperando. Su rostro denotaba alegría. Los años de
frustraciones habían llegado a su fin, (pensé), nunca más a llorar por alguien.
Llegó al lugar
y antes de entrar se acomodó ligeramente su ajustada pollera negra, ensayó con
sus manos una especie de peinada sobre su lacio pelo negro. Abrió la puerta del
bar, me vio inmediatamente dirigiéndose a la mesa. Yo estaba con mi traje gris
liso, camisa blanca y una impecable corbata marrón con tonos lilas. Me paré
para recibirla dándole un corto pero sentido beso en su boca. Me quede con
ganas de seguir, pero lo dejarían para más tarde.
Nos sentamos,
nos miramos y hablamos de todo un poco. Las horas pasaron como un suspiro, la
ansiedad por contarle lo más que pudiese, la necesidad de escuchar cosas de su
vida. Mi mente corría a una velocidad supersónica, por momentos y de repente
frenaba para tomar más impulso todavía. Ver mover sus labios me seducía sin
fronteras, coordinar mis pensamientos con mis instintos me costaba trabajo, más
de una vez me vi esforzándome por contener una incipiente erección. Todo esto sucedió
sin escalas, sin tiempo y sin memoria.
En un instante
me vi desbordado de felicidad y al segundo me espantaba el hecho de verme
despierto, lo que estaba viviendo era real, no más fantasía. Después de tanto
buscar habíamos hallado el paraíso de la soledad compartida.
Desde aquel
encuentro, hemos pasados los días convertidos en amantes desesperados, alocados
por vernos y fusionarnos entre besos y piel. Pero desde ese día también, mi
mente trabaja con horas extras y me atormenta, me carcome la ansiedad de saber
si al otro día también ella tendrá la misma necesidad de verme, de abrazarme y
quedarse en paz sobre mi hombro. Sus silencios me asustan, sus miradas perdidas
sobre el techo me intrigan, muero por saber si está pensando en irse y no
regresar. Cuando sonríe, me duele el alma, me despierto a la madrugada con
lágrimas en los ojos, imaginándola llamándome para decirme adiós. La angustia
es incontrolable, me tiemblan las manos, ya no como como antes, el pecho se me
cierra al verla partir, al llamarla y temer que no me contestará, al saber que
no vendrá porque sale con las amigas o visita a su madre. Ya no puedo
contenerme, necesito hoy su cuerpo pegado al mío y que nunca más se vaya. Me
duele amarla, me desespera esperar su “te amo” susurrado al oído, oler su pelo
recién lavado o su sutil perfume floral, puesto como al pasar en todos los
rincones de su cuerpo.
Hoy escribo
estas líneas, pensando en ella y en su aliento a frutas, en sus dientes blancos
como el marfil, en sus orejas, en su nariz y en su cuello. Hoy pienso en ella en
su todo contenido corporal y mientras tanto lloro. Lloro sin final. Lloro aún
en su presencia, lloro de amor y de soledad. Lloro, porque no soporto su pasado
sin mí y su futuro quizás en otros brazos. Lloro sin consuelo por los próximos
cinco minutos. Lloro por este amor que le llegará al corazón, vestido en forma
de puñal.
Seguramente
alguno de mis familiares, mi padre quizás, será el que lea estas palabras de
despedida que copie de Ángel Gabilondo y que prolijamente dejo doblada en forma
de nota, debajo del porta retratos, que enmarca la foto de Virginia y yo, de
espaldas, mirando caer el sol sobre el Río de la Plata, desde la rampa en Montevideo.
“No siempre encontramos las palabras
adecuadas. En ocasiones éstas se desvanecen antes de llegar. Se produce
entonces una sensación incómoda de incomunicación. Lamentamos no haber sido
capaces de verbalizar lo que pensamos o sentimos. Todos necesitamos de alguien
que nos hable, que nos abrace, que nos descubra. Convivir y compartir, sin
apenas decirnos nada acaba por impedir los sueños y los deseos que nos
completan en compañía del otro”.