Si de recuerdos se trata este Blog, que mejor recuerdo que este impecable relato del mejor gol de la historia de los mundiales (hace falta decir cual?), no, seguro que no, todos sabemos cual es. Espero les guste tanto como a mi. Recuerdo haber visto este partido y particularmente este gol que se relata......
Va este relato, cuyo texto fue
Menos de once segundos antes, cuando el
jugador argentino recibe el pase de un compañero, el reloj en México marca las
trece horas, doce minutos y veinte segundos. En la escena central hay también
dos británicos y un hombre algo mayor, de origen tunecino. El deporte al que
juegan, el fútbol, no es muy popular en Túnez. Por eso el africano parece el
único que no está en actitud de alarma atlética.
Se llama Alí Bin Nasser y, mientras los
otros corren, él camina despacio. Tiene cuarenta y dos años y está avergonzado:
sabe que nunca más será llamado a arbitrar un partido oficial entre naciones.
También sabe que si, doce años antes,
cuando se lesionó en la liga tunecina, le hubieran dicho que estaría en un
Mundial, no lo habría creído. Tampoco la tarde en que se convirtió en juez: en
Túnez no es necesario, para acceder al puesto, más que tener el mismo número de
piernas que de pulmones.
Cuando dirigió su primer partido
descubrió que sería un árbitro correcto. Fue más que eso: logró ser el primer
juez de fútbol al que reconocían por las calles de la ciudad. Lo convocaron
para las eliminatorias africanas de 1984 y su juicio resultó tan eficaz que, un
año más tarde, fue llamado a dirigir un Mundial.
En México le pedían autógrafos, se
sacaban fotos con él y dormía en el hotel más lujoso. Había arbitrado con éxito
el Polonia-Portugal de la primera fase, y vigilado la línea izquierda en un
Dinamarca-España en donde los daneses jugaron todo el segundo tiempo al
achique; él no se equivocó ni una sola vez al levantar el banderín.
Cuando los organizadores le informaron
que dirigiría un choque de cuartos -nunca un juez tunecino había llegado tan
lejos-, Alí llamó a su casa desde el hotel, con cobro revertido, se lo contó a
su padre y los dos lloraron.
Esa noche durmió con sofocones y soñó
dos veces con el ridículo. En el primer sueño se torcía el tobillo y tenía que
ser sustituido por el cuarto árbitro; en el sueño, el cuarto árbitro era su
madre. En el segundo sueño saltaba al campo un espontáneo, le bajaba los
pantalones y él quedaba con los genitales al aire frente a las televisiones del
mundo.
De cada sueño se despertó con
palpitaciones. Pero no soñó nunca, durante la víspera, en dar por válido un gol
hecho con la mano. No soñó con que, en la jerga callejera de Túnez, su apellido
se convertiría en metáfora jocosa de la ceguera. Por eso ahora dirige el
segundo tiempo de ese partido con ganas de que todo acabe pronto.
* * *
Ahora el jugador argentino toca el
balón con su pie izquierdo y lo aleja medio metro de la sombra. El calor supera
los treinta grados y esa sombra, con forma de araña, es la única en muchos
metros a la redonda.
Alrededor del campo, acaloradas, ciento
quince mil personas siguen los movimientos del jugador pero solo dos, los más
cercanos a la escena, pueden impedir el avance.
Se llaman Peter: Raid uno, Beardsley el
otro; nacieron en el norte de Inglaterra, uno en el cauce y el otro en la
desembocadura del río Tyne; los dos tuvieron, pocos años antes, un hijo varón
al que llamaron Peter; los dos se divorciaron de su primera mujer antes de
viajar a México; y los dos están convencidos, a las trece horas, doce minutos y
veintiún segundos, que será fácil quitarle el balón al jugador argentino porque
lo ha recibido a contrarié y ellos son dos: uno por el frente y el otro por la
espalda.
No saben que, una década después, Peter
Raid hijo y Peter Beardsley hijo serán amigos, tendrán quince y dieciséis años
y estarán bailando en una rave de Londres.
Un escocés de apellido O'Connor -que
más tarde será guionista del cómico Sacha Baron Cohen- los reconocerá y, en
medio de la danza, los esquivará con una finta y un regate. Lo hará una vez,
dos veces, tres veces, imitando el pase de baile que ahora, diez años antes, le
practica a sus padres el jugador argentino.
Raid hijo y Beardsley hijo no
entenderán la broma, entonces otros participantes de la rave se sumarán a la
burla de O'Connor y se formará un bucle de bailarines que, en forma de tren
humano, esquivará a los muchachos en dos tiempos.
Peter Raid hijo será el primero en
comprender la mofa, y se lo dirá a su amigo: «Es por el video de nuestros
padres, el de México ochenta y seis».
Peter Beardsley hijo hará un gesto de
humillación y los dos amigos escaparán de la fiesta perseguidos por decenas de
muchachos que gritarán, a coro, el apellido del jugador que diez años antes,
ahora mismo, se escapa de sus padres con un quiebre de cintura.
Muy pronto Raid padre y Beardsley padre
dejarán de perseguir al jugador: será el trabajo de otros compañeros intentar
detenerlo. Ellos ahora permanecen congelados en medio de una cinta que el
tiempo convierte, a cámara lenta, de VHS a Youtube.
Ahora sus hijos tienen cinco y seis
años y no recordarán haber visto en directo el primer regate del jugador, pero
al comienzo de la adolescencia lo verán mil veces en video y dejarán de sentir
respeto por sus padres.
Peter Raid y Peter Beardsley, inmóviles
aún en el centro del campo, todavía no saben exactamente qué ha pasado en sus
vidas para que todo se quiebre.
* * *
Raudo y con pasos cortos, el jugador
argentino traslada la escena al terreno contrario. Solo ha tocado el balón tres
veces en su propio campo: una para recibirlo y burlar al primer Peter, la
segunda para pisarlo con suavidad y desacomodar al segundo Peter, y una tercera
para alejar el balón hacia la línea divisoria.
Cuando la pelota cruza la línea de cal
el jugador ha recorrido diez de los cincuenta y dos metros que recorrerá y ha
dado once de los cuarenta y cuatro pasos que tendrá que dar.
A las las trece horas, doce minutos y
veintitrés segundos del mediodía un rumor de asombro baja desde las gradas y
las nalgas de los locutores de las radios se despegan de los asientos en las
cabinas de transmisión: el hueco libre que acaba de encontrar el jugador por la
banda derecha, después del regate doble y la zancada, hace que todo el mundo
comprenda el peligro.
Todos menos Kenny Sansom, que aparece
por detrás de los dos Peter y persigue al jugador con una parsimonia que parece
de otro deporte. Sansom acompaña al jugador argentino sin desespero, como si
llevara a un hijo pequeño a dar su primera vuelta en bicicleta.
«Parecía que estuvieras en un
entrenamiento, joder», le dirá el entrenador Bobby Robson dos horas después, en
los vestuarios. «Ese no eras tú», le dirá su medio hermano Allan un año más
tarde, borrachos los dos, en un pub de Dublin.
Kenny Sansom rebobinará mil veces el
video en el futuro. Verá su paso desganado, casi un trote, mientras el jugador
se le escapa.
Comenzará, en noviembre de ese año, a
tener problemas con el juego y el alcohol. En la prensa sensacionalista lo
apodarán «White» Sansom, por su afición al vino blanco.
Su único amigo de las épocas doradas
será Terry Butcher, quizá porque ambos compartirán el eje de un trauma
idéntico.
Butcher es el que ahora, cuando los
relatores de radio y los espectadores en las gradas todavía están poniéndose de
pie, le tira una patada fallida al jugador que avanza por su banda. Sin saber
que su apellido, en el idioma del rival, significa carnicero, Butcher
perseguirá enloquecido al jugador y le tirará una segunda patada, esta vez con
ánimo mortal, en el vértice del área pequeña.
Terry Butcher tampoco superará nunca el
fantasma de esos diez segundos en el mediodía mexicano. «Al resto de mis
compañeros los regateó una sola vez, pero a mí dos..., pequeño bastardo», le
dirá a la prensa muchos años después, con los ojos vidriosos.
Kenny Sansom y Terry Butcher no
regresarán a México jamás, ni siquiera a playas turísticas alejadas del
Distrito Federal. En el futuro, sin hijos ni parejas estables, tendrán por
afición (con casi sesenta años cada uno) juntarse a tomar whisky los jueves por
la noche e inventar nuevos insultos contra el jugador argentino que ahora, sin
marca, entra al área grande con el balón pegado a los pies.
* * *
Antes del inicio de la jugada, un
hombre da un mal pase. Con ese error empieza la historia. Podría haber jugado
hacia atrás o a su derecha, pero decide entregar el balón al jugador menos
libre.
Ese hombre se llama Héctor Enrique y se
queda inmóvil después del pase, con las manos en la cintura. Después de ese
partido nunca podrá separarse del jugador, como si el hilo invisible del pase
vertical se transformara, con el tiempo, en un campo magnético.
Enrique todavía no lo sabe, pero
volverá a participar de un Mundial de fútbol, veinticuatro años después y en
tierra sudafricana. Será parte del cuerpo técnico de un entrenador que, más
gordo y más viejo, tendrá el mismo rostro del hombre joven que ahora corre en
zigzag. Y acabará su carrera todavía más lejos, en los Emiratos Árabes, de
nuevo a la derecha del jugador al que, hace dos segundos, le ha dado un pase a
contrarié.
Durante muchas noches del futuro, en un
país extraño donde las mujeres tienen que ir en el asiento trasero de los
coches, Enrique pensará qué habría ocurrido si, en lugar de esa mala entrega,
le hubiera cedido el balón a Jorge Burruchaga, su segunda opción.
Burruchaga es el que ahora corre en
paralelo al jugador, por el centro del campo. Son las trece horas, doce minutos
y veinticuatro segundos: está convencido de que el jugador le dará el pase
antes de entrar al área, que únicamente le está quitando las marcas para
dejarlo solo frente a los tres palos.
Burruchaga corre y mira al jugador; con
el gesto corporal le dice «estoy libre por el medio» y mientras espera el pase
en vano no sabe que un día, algunos años después, aceptará un soborno en la
liga francesa y será castigado por la Federación Internacional. Otra entrega a
destiempo. Pero él, congelado en el presente, todavía corre y espera la cesión
que no llega nunca.
Días más tarde hará el gol decisivo de
la final, pero el mundo solo tendrá ojos y memoria para otro gol. Año tras año,
homenaje tras homenaje, el suyo no será el más admirado.
Una noche Burruchaga llamará por
teléfono a Arabia Saudita para conversar con su amigo Héctor Enrique, y
lamentará, un poco en broma, un poco en serio, aquel gol ajeno que opacó el
decisivo de la final. Entonces Enrique verá por la ventana una tormenta de
arena y, sin pretenderlo, lo hará sonreír. «No fue para tanto aquel gol», le
dirá, «el pase se lo di yo, si no lo hacía era para matarlo».
* * *
Dentro del campo de juego el viento
sopla a doce kilómetros por hora. Si hubiera soplado a sesenta kilómetros por
hora, como ocurrió en la Ciudad de México seis días más tarde, quizás la jugada
no hubiera acabado bien.
El avance parece veloz por ilusión
óptica, pero el jugador regula el ritmo, frena y engaña. Hay una geometría
secreta en la precisión de ese zigzag, un rigor que se hubiera roto con un
cambio en el viento o con el reflejo de un reloj pulsera desde las gradas.
Terry Fenwick piensa en las variables
del azar mientras se ducha cabizbajo tras la derrota. Sobre todo en una, la
menos descabellada.
Antes del partido, Fenwick le aconsejó
a su entrenador Bobby Robson que lo mejor sería hacerle, al jugador rival, un
marcaje hombre a hombre. Bobby respondió que que la marca sería zonal, como en
los anteriores partidos.
¿Qué habría ocurrido si Robson le hacía
caso?, se preguntará Terry Fenwick desnudo, en la soledad del vestuario, con el
agua reventándole las sienes.
En este momento, a las trece horas,
doce minutos y veintiséis segundos del mediodía, es él quien ve llegar al
jugador con el balón dominado; es él quien cree que dará un pase al centro del
área. Fenwick piensa igual que Burruchaga, apoya todo el cuerpo en su pierna
derecha para evitar el pase y deja sin candado el flanco izquierdo. El jugador,
con un pequeño salto, entra entonces por el hueco libre, pisa el área y
encuentra los tres palos.
«Mierda», le dirá a la prensa Terry
Fenwick en 1989, «arruinó mi carrera en cuatro segundos». Dos años después de
exabrupto, en 1991, Fenwick pasará cuatro meses en prisión por conducir
borracho. Dirá, a mediados de la década siguiente, que no le daría la mano al
jugador argentino si lo volviera a ver.
En esas mismas fechas una de sus hijas
cumplirá dieciocho años. Durante la fiesta, Terry Fenwick la encontrará
besándose con un argentino en una playa de Trinidad. Reconocerá la identidad
del muchacho por una camiseta celeste y blanca con el número diez en la
espalda. Fenwick aún no lo sabe, pero en su vejez dirigirá un ignoto equipo
llamado «San Juan Jabloteh» en Trinidad y Tobago, un país que nunca jugó un
Mundial, pero que tiene playas.
Fenwick se emborrachará cada día en la
arena de esas playas. La tarde del encuentro de su hija con el argentino querrá
acercarse al chico para golpearlo. El argentino hará el gesto salir para la
izquierda y escapará por la derecha. Fenwick, de nuevo, se comerá el amague.
* * *
Ocho pasos, de cuarenta y cuatro
totales, dará el jugador dentro del área, y le bastarán para entender que el
panorama no es favorable.
Hay un rival soplándole la nuca a su
derecha, Terry Butcher; otro a su izquierda, Glenn Hoddle, le impide la cesión
a Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del amague y ahora cubre el posible pase
atrás y, por delante, el portero Peter Shilton le cierra el primer palo.
El norte, el sur y el este están
vedados para cualquier maniobra. Son las trece horas, doce minutos y veintisiete
segundos del mediodía. Tres horas más en Buenos Aires. Seis horas más en
Londres.
En cualquier ciudad del mundo, a
cualquier hora del día o de la noche, intentar el disparo a puerta en medio de
ese revoltijo de piernas es imposible, y el que mejor lo sabe es Jorge Valdano,
que llega solo, muy solo, por la izquierda.
Nadie se percata de la existencia de
Valdano, ni ahora en el área grande ni durante la escuela primaria, en el
pueblo santafecino de Las Parejas.
Jorge Valdano se sentaba a leer novelas
de Emilio Salgari mientras sus compañeros jugaban al fútbol en los recreos,
arremolinados detrás de la pelota. El fútbol le parecía un juego básico a los
nueve años, pero a los once ocurrió algo: entendió las reglas y supo, sin
sorpresa, que los demás chicos no lo practicaban con inteligencia.
Empezó a jugar con ellos y, mientras el
resto perseguía el balón sin estrategia, él se movía por los laterales buscando
la geometría del deporte.
Y fue bueno. Integró dos clubes del
pueblo y pronto lo llamaron de Rosario para las inferiores de Newell's; debutó
en primera antes de los dieciocho. A los veinte era campeón mundial juvenil en
Toulon. A los veintidós ya había jugado en la selección absoluta.
Pero en esos años de vértigo nunca amó
el juego por encima de todo. Si le daban a elegir entre un partido entre amigos
o una buena novela, siempre elegía el libro.
Hasta ese momento de sus treinta años,
Valdano no estaba seguro de haber elegido su verdadera vocación. Por eso ahora,
que espera el pase, siente por fin que ese puede ser su destino, que quizá ha
venido al mundo a tocar ese balón y colgarlo en la red.
Sabe que la única opción del jugador es
el pase a la izquierda. No le queda otra salida. Mientras pisa el área piensa:
«Si no me la da, largo todo y me hago escritor".
Pero el jugador entra al área sin
mirarlo. Tampoco Butcher, ni Fenwick, ni Hoddle, ni Shilton se enteran de su
presencia. Ni siquiera el camarógrafo, que sigue la jugada en plano corto, lo
distingue a tiempo.
En el video, Valdano es un fantasma que
asoma el cuerpo completo recién cuando el balón está en el vértice del área
pequeña. Jorge Valdano todavía no lo sabe, pero al final de ese torneo
comenzará a escribir cuentos cortos.
* * *
No hay enemigo mayor para un atacante
que el portero. El resto de los rivales puede usar la zancadilla rastrera o las
rodillas para el golpe en el muslo. No importa, son armas lícitas en un deporte
de hombres y el agredido puede devolver la acción en la siguiente jugada.
Pero el portero, el guardavallas, el
goalkeeper, el arquero (como el de Lucifer, sus nombres son infinitos) puede
tocar el balón con las manos.
El portero es una anomalía, una
excepción capaz de deshacer con las manos las mejores acrobacias que otros
hombres hacen con los pies. Y hasta ese día ningún futbolista de campo había
logrado devolver esa afrenta en un Mundial.
Por eso ahora, cuando el jugador pisa
el área y mira a los ojos al portero Peter Shilton (camisa gris, guantes
blancos), entiende el odio en la mirada del inglés.
Media hora antes el argentino había
vengado a todos los atacantes de la historia del fútbol: había convertido un
gol con la mano. La palma del atacante había llegado antes que el puño del
guardameta. En el reglamento del fútbol esa acción está vedada, pero en las
reglas de otro juego, más inhumano que el fútbol, se había hecho justicia.
Por eso en este momento culminante de
la historia, a las trece horas, doce minutos y veintinueve segundos, Peter
Shilton sabe que puede vengar la venganza. Sabe muy bien que está en sus manos
desbaratar el mejor gol de todos los tiempos. Necesita hacerlo, además, para
volver a su país como un héroe.
Shilton había nacido en Leicester,
treinta y seis años antes de aquel mediodía mexicano. Ya era una leyenda viva,
no le hacía falta llegar a su primer y tardío Mundial para demostrarlo.
Aún no lo sabe, pero jugará como
profesional hasta los cuarenta y ocho años. Protagonizará en el futuro muchas
paradas inolvidables que, sumadas a las del pasado, lo convertirán en el mejor
goalkeeper inglés.
Sin embargo (y esto tampoco lo sabe) en
el futuro existirá una enciclopedia, más famosa que la Britannica, que dirá
sobre él:
«Shilton, Peter: guardameta ingles que
recibió, el mismo día, los goles conocidos como 'la mano de Dios' y el 'del
Siglo'».
Ese será su karma y es mejor que no lo
sepa, porque todavía sigue mirando a los ojos al jugador argentino que se
acerca, y tapa su palo izquierdo como le enseñaron sus maestros.
Cree que Terry Butcher puede llegar a
tiempo con la patada final. «Quizá sea córner», piensa. «Quizá pueda sacar el
balón con la yema de los dedos».
Tampoco sabe que dos años más tarde se
publicará en Gran Bretaña un videojuego con su nombre, titulado «Peter
Shilton's Handball», ni que sus hijos lo jugarán, a escondidas, en las vacaciones
de 1992.
Mejor que no conozca el futuro ahora,
porque debe decidir, ya mismo, cuál será el siguiente movimiento del jugador. Y
lo decide: Shilton se juega a la izquierda, se tira al suelo y espera el
zurdazo cruzado. El argentino, que sí conoce el futuro, elige seguir por la
derecha.
* * *
Antes de tocar por última vez el balón
con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta segundos del
mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado atrás a Peter Shilton;
ve que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter Raid,
Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry Butcher que
se arroja a sus pies con los botines de punta; ve a Jorge Burruchaga que frena
su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía clavado en la mitad
del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su entrenador que salta
del banquillo como expulsado por un resorte y al otro entrenador, el rival, que
baja la mirada para no ver el final del avance; ve a un hombre pelirrojo con
una pipa humeante en la primera bandeja de las gradas; ve la línea de cal de la
portería contraria y recuerda el rostro del empleado que, durante el
entretiempo, la repasó con un rodillo; ve nítidamente a su hermano el Turco
que, con siete años, le echa en cara un error que cometió en Wembley en un
jugada parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su hermano cuando
dice:
«La próxima vez no le pegues cruzado,
boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».
Ve el rostro de su hermano con la luz
de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que lo miraba; ve,
detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo;
ve las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y ve
a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una niña; ve una pelota desinflada y
se ve a él mismo, con nueve años, que intenta dominarla; ve a su madre y a su
padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de kerosén por una calle de
tierra en la que ha llovido; ve una taquilla, en un vestuario de La Paternal,
que lleva su nombre y su apellido en letras flamantes, ve su orgullo
adolescente al leer por primera vez su nombre y su apellido en la taquilla; ve
un estadio, sus tablones de madera, y ve también que un día el estadio entero,
y no solo la taquilla, llevará su nombre.
El jugador argentino ha controlado el
aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar
todo el aire de un soplido.
Al revés que todos los rivales y
compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y
también puede intuir el futuro mientras avanza con el balón en los pies.
Ve, antes de tiempo, que Shilton se
arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus
espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos,
visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce
sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón en los pies y
una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una rave en Londres donde
dos chicos de quince años escapan de una multitud que se burla; ve un
departamento en penumbras donde solo hay una mesa, dos amigos y un espejo sobre
la mesa; ve a una muchacha en una playa del trópico que se deja besar por un
chico que lleva puesta una camiseta argentina; ve un enjambre de periodistas y
fotógrafos a la salida de todos los aeropuertos, de todas las terminales, de
todos los estadios y de todos los centros comerciales del mundo; ve a un niño
embobado con un videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano
vigila por la ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre
viejo que ha muerto en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que
también ha visto todas las cosas del mundo en un único instante.
Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde;
ve Barcelona de noche.
Ve el estadio de Boca a reventar y él
está en el medio del campo pero no lleva un balón en los pies, sino un
micrófono en la mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que espera a
su hijo en el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo; ve un
tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y sonriente;
ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve todos los goles que ha gritado
y los que gritará en su vida entera; se ve, con cincuenta y tres años, mirando
desde el palco la final del mundo en el estadio Maracaná; ve el día que verá a
su madre por última vez; ve la noche en que verá por última vez a su padre; ve
crecer a todos los hijos de sus hijos; ve los dolores de parto de una mujer que
está a punto de parir un niño zurdo en Rosario, un año y dos días más tarde de
ese mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el poste derecho
y el botín de Terry Butcher.
Cierra los ojos. Se deja caer hacia
adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.
El jugador sabe que ha dado cuarenta y
cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada durará diez
segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarle a todos
quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de los tiempos.
* El texto fue extraído de la edición número 11 de la Revista Orsai
Recuerdo haber visto este partido y particularmente este gol que se relata y me acuerdo muy bien, el haber estado solo viéndolo. Ese día, mi novia de aquel momento, había salido a pasear por la peatonal de Rosario, donde vivía y estudiaba. Cómo no le interesaba el fútbol, ahí quede yo, frente al televisor, era uno pequeño de 14" pero lo suficientemente grande para ver este maravilloso e inolvidable GOL!.
A ella la conocía de Gualeguay donde habíamos nacido. Solía tomarme el micro General Urquiza los viernes en retiro para, viajar a verla. fueron buenos años despreocupados, fueron lindos días para recordar, pero esa es otra historia, que seguramente contaré más adelante.....
Recuerdo haber visto este partido y particularmente este gol que se relata y me acuerdo muy bien, el haber estado solo viéndolo. Ese día, mi novia de aquel momento, había salido a pasear por la peatonal de Rosario, donde vivía y estudiaba. Cómo no le interesaba el fútbol, ahí quede yo, frente al televisor, era uno pequeño de 14" pero lo suficientemente grande para ver este maravilloso e inolvidable GOL!.
A ella la conocía de Gualeguay donde habíamos nacido. Solía tomarme el micro General Urquiza los viernes en retiro para, viajar a verla. fueron buenos años despreocupados, fueron lindos días para recordar, pero esa es otra historia, que seguramente contaré más adelante.....
2 comentarios:
Sin dudas, este ha sido uno de los mejores goles de la historia de los mundiales. Recuerdo que era chico y con mi familia, estábamos viéndolo en nuestro apartamento buenos aires, ubicado en el barrio de Flores
Hola DAVID, gracias por tomarte tu tiempo y comentar en el blog. Te cuento que la final del 86 contra Alemania yo también lo vie en Flores, más precisamente en un dpto. de la esquina de José Bonifacio y Membrillar, junto a unos cuantos pibes de Gualeguay que nos juntamos para verla.
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