jueves, 29 de enero de 2009

La llave de un triste recuerdo (Parte III)

Por Arnold Coss
Me senté en el sillón, mire fijamente la pantalla. Una vez más estaba buscando un motivo para largarme a escribir. El motivo llego de la mano de un triste recuerdo, una historia de desencuentros y un final en soledad.
Ramón Ángel Grillo, llego desde Azul, provincia de Buenos Aires, allá por los fines de los años ’70. Vino a esta ciudad como llegaron y siguen llegando muchos. Un bolso, los ojos abiertos de par en par para absorber las maravillas de la gran manzana y un sueño, el gran sueño, poder hacer algo distinto con su vida, una vida transitada casi siempre por la banquina.
A los veintidós regresaba de la colimba, dos años en Puerto Belgrano, lo habían transformado en un muchacho melancólico, callado y con un acrecentado desprecio por la autoridad, a la misma que lo humilló al grito de cuerpo a tierra y saltos de rana. Su pueblo no había cambiado en nada, pero él si, ya no era el mismo, venía “recibido” de hombre, ahora jugaba para los mayores y era necesario imponer respeto, lo que no le resulto fácil y marcó en forma definitiva lo que sería el resto de su vida.
Ramón Ángel, entendió tarde que el lugar de hombre que reclamaba, no se ganaba con el solo hecho de cumplir años, ahora debía demostrar con hechos de lo que era capaz.
Un frustrado noviazgo con Liliana Mansilla la hija mayor del almacenero más antiguo del barrio, intentó amoríos con “la Susana", quien había sabido conquistar corazones solitarios y a los que muchos le habían dedicado intimas confesiones. Susana intentó trabajarlo de apoco, era un chico grande que jugaba a ser adulto sin saber al menos las reglas básicas. Digo intentó porque solamente unos años duro el romance y un par más, para que él tomara la decisión de dejar todo e irse del hogar que habían formado. La llegada de sus hijos, Marita y Armando, solamente postergaron por un tiempo, lo que era cosa juzgada, ni el pueblo, ni su gente, ni su familia lograron conformarlo.
Al primer cachetazo, le siguieron un sin fin de insultos y agresiones verbales, esa fue la puerta de salida para emprender el viaje y no volver. Nunca más regreso, al poco tiempo ya nadie en Azul se acordaba de él, sus padres fallecidos y sin hermanos hicieron fácil el olvido, solamente sus hijos al principio, cada tanto preguntaban por alguna noticia. Marita termino la secundaria, se fue a Tandil, poco se supo de su destino, cuentan que se caso muy joven y que con tres chicos y su esposo talabartero, están radicados en Tres Arroyos.
Armando, viajo a la capital y logro encontrar a su padre un mediodía de Marzo, en un bar de mala muerte en plaza Constitución, ahí estaba, haciendo lo mismo que todos los días al mediodía antes de arrancar su rutina de taxista. Almorzando una milanesa con papas, tomado un vaso de vino tinto, con la mirada fija en el televisor que sin voz, colgaba de la pared. El olor de los baños se mezclaba confuso con las frituras, pero en ese mundo Ramón Ángel parecía haber encontrado un rincón donde acomodarse, casi como si fuera propio.
A pesar de los años pasados y la apariencia física transformada, ninguno de los dos dudo sobre su identidad, 40 años habían pasado. Para el viejo, esos años fueron de una rutina salvaje y abrumadora, solamente al principio intentó ser alguien, pero la realidad le dio de lleno en la frente, solamente servía para transcurrir en la vida, muy alejado de cualquier intento que significara trascender y así las cosas, no le costo mucho tiempo entender su realidad..
Para Armando el encuentro era deuda pendiente pero le bastaron diez minutos en darse cuenta que nada ya tenían en común, ni siquiera repasando sus vidas encontraron interés en la charla, cuando no hubo más nada que decir ni ganas de preguntar, solamente quedo un teléfono escrito en un papel:
- Se lo dejo por las dudas, si tiene ganas me llama. Le dijo Armando, sabiendo desde el vamos que eso no iba a suceder jamás.
Fue una despedida con sabor a nada. Armando, volvió para Azul, con la certeza que ya no lo volvería a ver. Para el viejo Ramón Ángel, fue como haber vivido un espejismo, así prefirió conservar el encuentro, no vaya a ser cosa que le diera por ponerse melancólico, después de todo era su hijo, pero no más conocido que el cantinero que todos los días le daba de comer.
Ramón Ángel conocía sus debilidades, por eso no tubo amigos, ni hablar de mujeres, solamente un perro fue su compañía, pero duro poco, lo regalo cuando empezó a encariñarse.
La única vez que lo vi fue como espectador de una escena, como las que vivimos a diario, estaba cubriendo mi turno nocturno en la Shell de Cerrito y Libertador cuando escuchamos unos gritos.
Esa noche Ramón Ángel, había salido en su ronda nocturna, la rutina y el desgano seguramente lo hicieron distraer, rozando sin querer un colectivo de la línea 17, que a las doce de la noche terminaba su recorrido y se iba por Av. Libertador. El colectivero, un taita de unos 30 años, lo encerró en la esquina al grito de;
- Viejo de mierda casi me chocas, andate a la puta que te parió, pelotudo.
Ahí, sin más le pateo la puerta del taxi. Ramón Ángel quizás entendió la agresión como un momento de su pasado, se bajo con la llave cruz, la que se usa para ajustar y desajustar las ruedas, corriendo a la par del colectivo que ya había arrancado. En esa carrera temeraria sin sentido tropezó, al caer golpeó la cabeza contra el asfalto. Quedó allí, intentando decir algo, balbuceo sus ultimas palabras, mientras un hilo de sangre salía por su oído derecho. Levanto pesadamente su brazo en dirección al cielo y debajo de la autopista Illia, un 13 de Noviembre de 2003, encontró su final a los 73 años cumplidos el día anterior. Hubo sirenas, corridas, ambulancias y patrulleros a las pocas horas ya no quedaban rastros de accidente.
Confieso que casi me había olvidado por completo, hasta que meses después, Armando vino a ver el lugar donde su ausente padre, había dejado su existencia.
Me contó algunas anécdotas perdidas, intentó refugiarse en los laberintos del destino, hablo como si no lo escuchara, como pensando en voz alta. Al rato se sentó en el cordón de la vereda, aturdido por la revelación de sus sentimientos y lloró, seguramente fueron las únicas lágrimas que Don Ramón Ángel recibió en su memoria.
Lo deje solo, se quedó mirando la luna perdiéndose por los techos de los galpones de retiro. Busco entre sus bolsillos y sacó el mismo papel que le había dado hace unos años, en el bar, con su número de teléfono. Ese papel, junto con 20 pesos, una billetera gastada, una muy vieja radio a pilas y una foto ajada y gastada de su hijo Armando cuando tenía 3 años, fueron su única herencia.
Esa noche, Armando se volvió quizá más triste que la vez anterior, pero más aliviado de pensamiento, el muerto estaba muerto definitivamente, le había dicho Marita ante la novedad y las puertas se fueron cerrando sobre alguien, que eligió pasar por la vida sin ser visto.

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