Cuando yo era chico, en invierno hacía frío y en verano hacía calor.
Durante mi infancia era común que el pasto amaneciera escarchado y que
se congelara la superficie del agua en un balde que dormía a la intemperie. Yo
no vivía en Alaska sino en Gualeguay, una tranquila ciudad de la provincia de
Entre Ríos. Como en invierno hacía frío, uno se abrigaba. Mi madre me abrigaba
seguramente demasiado: camisetas de algodón y de lana, camisas leñadoras,
pullover, camperas (si había), bufandas y, a veces, una gorra con orejeras.
Ahora que lo pienso, casi como si hubiera vivido en Alaska. Pero que hacía
frío, hacía frío y en todos lados: en mi casa, en la escuela y en otros tantos
lugares que frecuentaba.
En verano, hacía calor y uno se desnudaba hasta donde permitían las
buenas costumbres y los usos sociales. El mundo climático de mi infancia era
claro en términos de temperatura y uno, a grandes rasgos, sabía a qué atenerse.
Después vinieron el calentamiento global, el efecto invernadero y el agujero de
ozono, ya no se supo cómo carajo salir vestido y pasó a la historia aquello de
guardar la ropa de invierno porque pueden darse 35° en mayo pero volver los 10°
ó 12° en mitad de octubre.
Pero el tema no es la fragilidad climática que, en definitiva, tal vez
no sea de tal magnitud y a mí me lo parezca porque ahora vivo en el centro,
porque con los años cambió mi metabolismo o simplemente porque recordamos lo
que se nos da la gana y lo deformamos a nuestro antojo.
El tema es que ese presunto cambio del clima se dio junto a unos
maravillosos inventos tecnológicos tales como el aire acondicionado y los
equipos frío/ calor que, a su vez, provocaron una mutación de la especie
científicamente denominada el ingeniero en refrigeración y calefacción como
mi amigo Ricardo Osinalde (el mejor curro que he escuchado). Y ahí sí que
la cagamos porque se ha demostrado una mutación más apta y, por lo tanto,
dominante del hábitat y ecosistema del ser humano.
Desde entonces, las exageradas prevenciones de mi madre se volvieron
inútiles porque abrigarse para un día de 8° resultó inconveniente para sufrir
los 26° de un espacio cerrado en el cual uno debe permanecer -por ejemplo,
porque es su oficina de trabajo- y lo mismo cuando en la calle el termómetro se
clava en 36° y dentro de la oficina, a duras penas, se alcanzan unos 18°.
Además, esta mutación refrigerante/ caloventora que, como otras, dice no poder
hacer nada porque la temperatura depende del "sistema", parece
manejarse con los rigores del calendario antes que con la temperatura ambiente.
Entonces, si en julio el termómetro sube a 25°, porque estamos en el mes de
julio y en julio, ¡calefacción! Y si en enero baja a 15°, ¡refrigeración! Y ya
no se puede ir al cine en verano porque hay que llevar más ropa que para
conocer Río Gallegos, ni en invierno porque uno parece estar cruzando las
selvas del Ecuador.
Una opción sería volver a guardar la ropa de invierno pero en la oficina
y, luego, la de verano -dejar un short y un par de ojotas para trabajar cómodo
durante agosto- pero de todos modos quedaríamos indemnes en otro montón de
sitios donde estamos obligados a pasar un rato vestidos para otra ocasión.
Éste es el verdadero
cambio climático de nuestra época: el que impulsan los mutantes del frío/ calor
que, junto a otras mutaciones aún más peligrosas, van a terminar por hacer
llover.
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