lunes, 24 de septiembre de 2012

La Misa de las 20 hs.


por Arnold Coss

Volvió a tomar nuevamente su heredado rosario de plata con baños de oro y  lo introdujo en el bolsillo de su impecable saco de hilo blanco. Había llegado justo a tiempo y antes de seguir a su madre y a su abuela por el interminable pasillo de la iglesia para dirigirse como siempre a los primeros bancos,  Eugenia echó una ultima mirada a  la plaza que se extendía frente a ella. Es la misma plaza Constitución, que durante años nos sirvió de asilo antes de ingresar a la ya desaparecida escuela de Comercio, Celestino Marcó.
Su madre la chistó y con una mueca, le hizo entender que se apurara para sentarse antes de la ultima campanada que anunciaba el inminente comienzo de la tradicional misa de los domingos a las ocho.  Eugenia por supuesto  obedeció y con un suave andar se dirigió a sentarse, como siempre en la segunda fila y por supuesto como siempre a la derecha de su madre. Mientras avanzaba, alcanzó a divisar que más allá de la montaña de pelo marrón que tenia su madre, había otra montaña similar pero de pelo gris. Eugenia sabía que allí estaba su abuela. Ambas mujeres supieron usar un rubio poco discreto durante muchos años hasta que por algún motivo y al mismo tiempo tomaron la decisión de que la naturaleza actuara por su cuenta. Las dos llevaban debajo de los imponentes tapados de piel,  unos elegantes vestidos comprados en la capital y escogidos únicamente para lucirlos en la iglesia. El placer  de desfilar por el pasillo central hasta el altar, era indescriptible para ellas. Con la frente en alto y mirando fijamente al Cristo en su cruz que brillaba de un modo particular a esa hora de la tarde, Eugenia se alisó los pliegues de su falda y se desabrochó la chaqueta. Su madre la observaba con ojo inquisidor por si hacía algo indebido en la casa del Señor.
Cuando la mirada de Antonia se apartó de su hija, ésta suspiró y entrelazó las manos. Miró el reloj y vio que quedaban quince minutos para que sus amigos se encontraran frente a esa misma iglesia para ir juntos al cine. Quince eternos y difíciles minutos, donde cada uno de ellos, sería como un puñal entrando en su pecho.  Eugenia, les  había prometido a sus amigos que iría, pero no había contado con la visita mensual de su abuela Emilia y su consecuente e inevitable viaje a cumplir con la misa dominical. Por eso, se había visto obligada a avisarles de alguna manera, cancelando su asistencia. Su madre estaría orgullosa de ella. Siempre lo estaba. Al menos delante de la gente. Cuando estaban en casa, Antonia no le prestaba mucha atención sencillamente porque suponía que entre las cuatro paredes de su casa su hija estaba protegida.
Físicamente, Eugenia no se parecía ni a su madre ni a su abuela, que parecían copias exactas aún con varios años de diferencia. Ella tenía el pelo moreno y ondulado, como su padre. Aunque sus ojos marrones se aproximaban a los de ellas, el entorno de sus pobladas cejas, le daban una frescura en el rostro, que sus antecesoras jamás alcanzaron. La figura de Eugenia era mucho más esbelta y proporcionada además, ella tenía curvas, característica que no compartía ni con su madre, ni tampoco con su abuela. Antonia tenía un cuerpo delgado y alto que nunca había conseguido domar. Era guapa, pero no bella. No al menos como Eugenia. La chica tenía una belleza dulce y brillante, la chispa de su mirada aún no encendía corazones, pero todos sabíamos que ya lo haría, y el día que eso ocurriese, sin dudas no pasaría inadvertido. Su piel blanca y el cuerpo plenamente desarrollado completaban un combo de armonía. Mirar a Antonia tendía a imaginársela como dos palos con abrigo de piel, seria y rígida. Mirar a Eugenia era placentero y emocionante.
Emilia se puso de pie en cuanto percibió la llegada del cura y estiró su cabeza todo lo que pudo para destacarse entre sus compañeras de banco, lo que le dio más aspecto de palo. Antonia y Eugenia siguieron su gesto y se pusieron en pie. Eugenia miró a las dos mujeres que la acompañaban mientras repetían palabras que se sabían de memoria sospechando que quizás ni siquiera reparaban en su significado. Después, se volvieron a sentar. Ninguna de las dos la miró en el resto de la ceremonia. La joven iba alternando miradas de una a otra y las comparaba con el resto de mujeres que había allí.
Se veían pocas adolescentes de su edad, pero las que había parecían estar concentradas en lo que estaban haciendo. Giró la mitad de su cuerpo y dirigió su mirada hacia la luz que se colaba por debajo de la gran puerta de madera, pero un pellizco de su madre la hizo volver la mirada al frente.
Antonia no la retó, sino que siguió concentrada con la frente alta y sus ojos puestos en el majestuoso altar. Mientras Eugenia se frotaba la zona dolorida del brazo se puso a pensar en su madre cuando no estaba en la iglesia. No le sorprendió descubrir una Antonia muy diferente a la que se encontraba allí, pendiente de sus movimientos, y con la sospecha de creer que seguramente estaba fingiendo que atendía las palabras del cura. Nunca la había visto agarrar la Biblia, incluso no sabía si tenían una en la casa, pero era probable, porque todas las habitaciones estaban plagadas de estampas religiosas y cuadros enormes de Vírgenes y Cristos en su cruz. Todas menos el dormitorio principal donde ella dormía y por supuesto nadie ingresaba. Tampoco la había oído rezar. Ni siquiera sentía que aquella mujer fuera cristiana. Es como si su madre solo acudiese a misa para exhibirse los domingos ante los vecinos y para exhibirla a ella también. ¿Pero entonces? ¿Creía su madre en lo que hacía allí los domingos? Eugenia cerró los ojos y frunció el ceño mientras continuaba sin separar sus manos entrelazadas. Poco a poco, descubrió que ella no estaba pendiente de las palabras que se estaban leyendo en el atril, sino que observaba con descaro a la gente que estaba en la misa. Movía los ojos con rapidez de un lado a otro, pero sin dejar de repetir como un loro las palabras que todos pronunciaba.
Cansada y aburrida, agachó la cabeza y miró sus pies. ¡Ella estaba dispuesta a sacrificar las tardes de los domingos si eso era importante para su madre? Entendía, a sus dieciséis años, que la fe en la religión era regocijo para mucha gente, pero para su madre sólo parecía ser un entretenimiento. Sintió que Antonia se estaba riendo de toda la gente que estaba allí por verdadera devoción. Incluso sintió que se reía de ella misma al tratarla como un trofeo que podía enseñar a las vecinas una vez por semana. Eugenia, a su edad y desde su ignorancia, se sintió insultada por tanta frialdad tanto de su madre como de su abuela. Entendió porque después de misa las tres iban a la confitería “El Águila” la esquina de la plaza y se pasaban horas hablando sobre las enfermedades de los demás o de lo muy sonrientes que entre algunos se saludaban, imaginando tramas de secretos y complicidad entre sus vecinos. Pero lo peor era escuchar los comentarios y suposiciones sobre los motivos por los cuales algunos y algunas no fueron, ¿Estarían enfermos? ¿No eran tan correctamente católicos como ellas? ¿Estarían haciendo algo mejor? Todo estaba dicho en esa mesa.
-Y yo que creía que las estaba decepcionando por no estar segura de si creer o no…- Se dijo Eugenia,  mientras la vergüenza le subía a su rostro. Tenía ganas de gritar, de enojarse con su madre y con su abuela, pero sabía que no era el momento. Intentó calmarse cuando les tocó volver a levantarse, pero aquel descubrimiento la había dejado incapaz de controlar sus emociones.
-Yo, que no creo, o que no sé si creo, aguanto aquí cada domingo palabras que no tienen ningún efecto sobre mí. Intento comportarme de manera correcta según las enseñanzas de la Iglesia, porque pensaba que ése era el modo en el que mi madre deseaba que me comportara para ser una buena persona.- Se apartó el flequillo de la frente y se lo colocó tras las oreja, dio un rápido repaso a las personas que sonaban en un unísono murmullo y nadie, absolutamente nadie le devolvía la mirada, sintió que todos estaban como en un trance y sintió escalofríos.
 – Seguro mi madre quiere para mí algo que no quiere para ella, se repitió internamente. Y eso es injusto. Ella puede decidir qué es bueno para mí o qué no lo es. ¿Pero cómo querría alguien algo para su hija que no considerase bueno para sí mismo?- Volvieron a sentarse todos. Todos menos Eugenia.
Su madre enseguida la agarró de la muñeca y tiró de ella una sola vez, obligándola a sentarse antes de que alguien se diera cuenta de su despiste. Pero Eugenia  no estaba despistada. Al contrario, estaba más atenta que nunca. Sin mirarlas o despedirse, salió hacia el pasillo central y, ante el profundo silencio de la iglesia y el asombro de sus vecinos, salió caminando lentamente hacia tenue luz del sol que apenas asomaba por debajo de la puerta principal. Cuando alcanzó la vereda se dio cuenta que sus piernas comenzaron a temblar, pero no se detuvo. De repente se vio corriendo en dirección al cine Italia, mientras el viento golpeaba su rostro, extrañamente vivo como pocas veces lo había sentido. Si se apuraba, creía que aún podía llegar antes de que empiece la película. Sonrió, abriendo mucho la boca, imaginado los rostros asombrados de su madre y su abuela. Era la primera decisión que tomaba por ella misma y le había gustado, aunque imaginaba que las consecuencias entre otras cosas, serían largos y tediosos debates sobre los principios de la fe y lo pecaminoso de actos como los que ella se había atrevido a ejecutar.
Con los años aprendió a no cuestionar tanto las idas a la iglesia y eso la hizo relajar. Paso más tiempo y aprendió a escuchar, aprendió a ver su interior. Aprendió a emocionarse al cantar los salmos y la a alegría de sentirse parte de la fe. Sus creencias tomaron forma en la música, en las voces y en las manos elevadas al mismo Cristo de la cruz, que la infantil rebeldía adolescente le había hecho cuestionar. Ya no le preocupó verse que ella también comenzaba a recorrer el mismo camino de su abuela Emilia y su madre Antonia. Ellas ya no estaban en esta vida y se sorprendió yendo cada domingo a las ocho justo después de verlas partir. Emilia primero, victima de repentino paro cardíaco. Antonia no soportó la perdida, habían estado mucho tiempo juntas los últimos años.
Quizás obra del destino o del mismo Señor que opera de maneras misteriosa, que el veintiuno de Agosto pero en dos años consecutivos se iban las dos y la casualidad se completa cuando exactamente el mismo día del año siguiente, llegaba María Emilia Antonia, su amada hija, la que hoy está como cada domingo sentada a su derecha, con hermosos quince años en el mismo banco donde aquel día decidió empezar a ser mujer. 

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